A Day in the Life of Emiliano Prieto


Faltaba una hora para el amanecer cuando sus ojos se abrieron. El aire era frío y contó a los cuatro niños por la cadencia de su respiración. Robertito, Isma, Marta, Deborah…todos contabilizados en su sueño. El sonido de Casandra amamantándose y la reanudación del suave ronquido de Mami redondearon su inventario. Emiliano se echó la áspera manta sobre los hombros y se quedó recostado para vislumbrar los contornos de su día, sosegando su inquietud para que su familia tuviera lo que les quedaba por derecho, dormir. El golpe de estado tenía dos días, sin oposición hasta el momento y las calles volverían hoy a la normalidad. La primera orden del día sería leer las noticias y trazar las alabanzas que cantaría a los defensores del golpe y el consuelo sedicioso a sus adversarios.
Emiliano Prieto tenía diecinueve años y él era la única vía para conseguir libros, uniformes y zapatos para sacar adelante a sus hermanos en sus estudios y también para poner carne sobre la mesa, alimentar sus cuerpecitos y hacerlos fuertes. Mami podía hacerse cargo del maíz, las papas y el ocasional pollo, además de pagar el alquiler y las facturas mediante las escasas ganancias de su puesto vendiendo la hoja de coca en la Cancha. Pero con Papi fallecido ya tres años—de la tisis—la responsabilidad de su familia era de él. Estudió el complicado día en curso. Había sido duro empezar de cero a los dieciséis años, en desventaja por la inmadurez y la ignorancia en los negocios. Le había faltado musculatura y confianza para demandar su lugar en la disputada mesa. No había lugar para el fracaso y aprendió a manejar las cuerdas, y a estas alturas ya era hombre y ahora todo le era más natural para él. Tenías que conocer tu lugar y lo que la sociedad insistía que era tu posición en ella. Tenías que sonreír, fingir y hasta aguantar humillaciones. Sin embargo, su ingenio le procuraba algo de efectivo y requerimientos menores para mantener la pelota en juego. Hoy, a pesar de todo, no era como de costumbre. Carriles lo había estado acosando durante semanas, lo presionaba hasta el límite: hoy resolvería este negocio, tenía que hacerlo sí o sí. Y tenía que hacerlo bien; la violencia era una amenaza existencial para su durmiente familia; sin él estarían hundidos y él estaría muerto. La tuberculosis era algo que no podías evitar, un cuchillo debajo de las costillas algo completamente diferente. Lo llamó su lanza-marranos, lo portaba con él, aunque hasta el momento no lo había tenido que usar; si lo sacabas, tenías que estar listo para usarlo. Era una ley tan ineludible como el alba que ahora levantaba las cortinas revoloteando con la brisa, su resplandor expansivo en el horizonte oriental mediante la creciente luz y el canto de los pájaros.
Las niñas e Ismael tomaron api y comieron arepas recalentadas. Emi apuró su café y convidó a Robertito, a quien admitió que ahora tenía edad suficiente para tomar café, a hacer lo mismo y prepararse para la escuela. Mami ya estaba atareada con las mochilas y el rebaño, la Casandrita colgada de su espalda, imperiosa desde su dominio, a semanas de vocalizar sus primeras palabras.
—Emi—Robertito le retó. –Realmente, estoy viejo para la escuela. Quiero trabajar contigo y ganarme el sustento. —
–Tonterías– enunció Emi, antes de traer adelante por la nuca la cabeza de su hermanillo para toparse las frentes y calmarle. –Tito, tienes que terminar tus estudios. Aun te quedan algunos años—se apartó y sonrió, sacudiendo su cabeza.
–Años. Serás nuestro abogado. Nos traerás renombre y fama. Un día expulsarás a todos estos generales y los dominarás como presidente de la Nación. —
–No lo sé, Emi—el chico tomó las mejillas de su hermano entre las palmas de sus suaves manos para mirarlo a los ojos. –¿Cómo puedo hacer todo eso? Soy un niño, apenas. —
–¡Tú lo harás! Usted es el genio de esta familia. Te necesito en la escuela. Te necesitaré cuando estés educado y listo. Tienes que confiar en mí. Se acerca tu turno de liderar esta familia, pero falta, todavía está algo lejos. Haz lo que digo. Yo sé lo que hablo. Y de por sí, hoy ya es viernes—sonrió Emi. –Solo falta hoy y medio día mañana para que la semana se acabe, y estarás un paso más cerca de tu destino. Cuide a tus hermanas y al pequeño Ismael, ¿me oyes? ¡Cuento contigo, mi varoncito! —
–¡Sí señor! — Tito sonrió y se giró para enderezar la columna frente a las probabilidades del nuevo día.

El Chapo estaba esperando en la esquina, Emi chocó la mano de su compañero, le compró un periódico al vendedor y se lo dobló bajo el brazo mientras miraban con recelo alrededor de la parada y de un lado a otro de la calle del barrio, fumando del paquete del Chapo. El Chapo era de piel clara y alto de músculos larguiruchos y con una nariz delgada. No entendía mucho y hablaba menos quechua, y hablaban español entre sí, lo hacían en voz baja lejos de los fisgones al acecho.
–Tenemos que sacar al Gato Chino, — declaró el Chapo. –Sin él, Carriles no es nada. —
–Tal vez– reconoció Emi. –Mejor convencerlo de trabajar con nosotros. —
El Chapo le devolvió la mirada.
–Chapi, tu posición es sólida y lo sabes. No te pongas raro conmigo. ¿Dónde estaríamos todos sin tu fuerza? —
Llegó el autobús y se instalaron en la parte trasera. En el alto de su barrio, gozaban de su privacidad ya que todavía no había subido mucha gente; el autobús avanzaba entre brincos, apretujando a los pasajeros mientras enrumbaba hacia la creciente bulla de Cochabamba. Hablaban libremente, pero con mesura.
–Gato Chino es diferente–, murmuró el Chapo. –Hay algo en él, algo salvaje. —
–Es despiadado, — estuvo de acuerdo Emi. –Por eso Carriles está amenazado y tiene que tratar de imponerse sobre nosotros. Pero ahí es donde radica la oportunidad. Tenemos que elaborar el plan. Recuerde, pana, siempre hay una sola mejor manera. —
–Oye– el Chapo cambió de tema. –¿Y qué pasó con lo otro, con ese pez grande que queda por freír? —
Emiliano soltó el humo, tiró la colilla por la ventana y se quedó en silencio un buen rato hasta que finalmente volteó a dar la cara.
–Es muy arriesgado. —
–Esa gente es más dura que Carriles y sus bandidillos. —
Emiliano se asomó y puso los ojos en blanco. –Obvio. Y no te olvides de la Ley–
–Sí– reconoció el Chapo, inhalando por la boca y luego por su nariz para que el humo pasara de una para la otra tirando por la ventana su propio chingo. –La Ley. —
–Pero si no tomas el bus cuando pasa– reflexionó Emi –es posible que te dejen en la parada rascándote el culo…–
Chapo se encogió de hombros.
–Los tiempos se están cambiando– dijo Emi.
–Me buscan todo el tiempo– repitió el Chapo. –Chicos ricos. Todos los días, viejo. —
–Tu tez– respondió Emi. –Se ven a sí mismos en ti. Ellos confían. —
–Es una oportunidad– dijo el Chapo.
–Jerjes ha estado sobre mi espalda– recon
El Chapo estaba esperando en la esquina, Emi chocó la mano de su compañero, le compró un periódico al vendedor y se lo dobló bajo el brazo mientras miraban con recelo alrededor de la parada y de un lado a otro de la calle del barrio, fumando del paquete del Chapo. El Chapo era de piel clara y alto de músculos larguiruchos y con una nariz delgada. No entendía mucho y hablaba menos quechua, y hablaban español entre sí, lo hacían en voz baja lejos de los fisgones al acecho.
–Tenemos que sacar al Gato Chino, — declaró el Chapo. –Sin él, Carriles no es nada. —
–Tal vez– reconoció Emi. –Mejor convencerlo de trabajar con nosotros. —
El Chapo le devolvió la mirada.
–Chapi, tu posición es sólida y lo sabes. No te pongas raro conmigo. ¿Dónde estaríamos todos sin tu fuerza? —
Llegó el autobús y se instalaron en la parte trasera. En el alto de su barrio, gozaban de su privacidad ya que todavía no había subido mucha gente; el autobús avanzaba entre brincos, apretujando a los pasajeros mientras enrumbaba hacia la creciente bulla de Cochabamba. Hablaban libremente, pero con mesura.
–Gato Chino es diferente–, murmuró el Chapo. –Hay algo en él, algo salvaje. —
–Es despiadado, — estuvo de acuerdo Emi. –Por eso Carriles está amenazado y tiene que tratar de imponerse sobre nosotros. Pero ahí es donde radica la oportunidad. Tenemos que elaborar el plan. Recuerde, pana, siempre hay una sola mejor manera. —
–Oye– el Chapo cambió de tema. –¿Y qué pasó con lo otro, con ese pez grande que queda por freír? —
Emiliano soltó el humo, tiró la colilla por la ventana y se quedó en silencio un buen rato hasta que finalmente volteó a dar la cara.
–Es muy arriesgado. —
–Esa gente es más dura que Carriles y sus bandidillos. —
Emiliano se asomó y puso los ojos en blanco. –Obvio. Y no te olvides de la Ley–
–Sí– reconoció el Chapo, inhalando por la boca y luego por su nariz para que el humo pasara de una para la otra tirando por la ventana su propio chingo. –La Ley. —
–Pero si no tomas el bus cuando pasa– reflexionó Emi –es posible que te dejen en la parada rascándote el culo…–
Chapo se encogió de hombros.
–Los tiempos se están cambiando– dijo Emi.
–Me buscan todo el tiempo– repitió el Chapo. –Chicos ricos. Todos los días, viejo. —
–Tu tez– respondió Emi. –Se ven a sí mismos en ti. Ellos confían. —
–Es una oportunidad– dijo el Chapo.
–Jerjes ha estado sobre mi espalda– reconoció Emi. –Y sé que él ha hablado contigo al margen. Le gustaría que te separaras de mí y te unieras a su banda. —
–Jerjes puede soñar; todo el mundo tiene ese derecho. —
–Tengo que leer el periódico– Emi lo sacó y lo desdobló. –Ver lo que pasa–.
oció Emi. –Y sé que él ha hablado contigo al margen. Le gustaría que te separaras de mí y te unieras a su banda. —
–Jerjes puede soñar; todo el mundo tiene ese derecho. —
–Tengo que leer el periódico– Emi lo sacó y lo desdobló. –Ver lo que pasa–.

Los Praderos coincidieron con el liderazgo cuando Emi y el Chapo cruzaron el carril oriental para holgazanear en la amplia zona verde en medio del prado, mientras la pandilla se acercaba sigilosamente.
El Chapo hizo un conteo. –¿Dónde está Jaime? — preguntó. Los chicos acurrucados bajaron la mirada y Javier, el mayor con quince años, miró hacia arriba con los ojos encendidos. –Se fue a probar su suerte a la Avenida Dos– informó. Eran una pandilla de mocosos, la deserción del chico una vergüenza para todos.
–Que le vaya bien– consintió Emiliano Prieto –si es que existe la posibilidad. —
–¿Quién sos vos? — miró al chico nuevo, descalzo y cabeza inclinada hacia un lado, jugando con guijarros con el dedo gordo de su pie derecho.
–Me llamo Adrián– el chico dijo en buen español, levantando la vista con esperanza.
–¿Estás bien? — Emi preguntó. –¿Tienes hambre? —
–No– insistió el pequeño. –Comí chuños ayer; estoy bien. —
–¿Alguna vez lustraste zapatos? —
El chico negó con la cabeza. –Pero puedo aprender. —
–Alejandro, consígame unos zapatos para este soldado. –Puedes comenzar y aprender con tu propio calzado, — Emi instruyó al novicio.
–Sí Señor, — le saludó Alejandro.
–¿Cuántos necesitan comer ya y cuántos pueden aguantarse hasta el almuerzo? —
Cinco caras miraron hacia arriba. El resto negó con la cabeza.
–Jandro, quiero que entrenes a Adrián hoy, tómalo bajo tu protección, muéstrale lo que es un brillo de escupido, una de verdad, ¿me entiendes? —
–Sí señor, venga conmigo Adriancillo, — se acercó el muchacho. –Te mostraré las mañas del oficio. —
–Después de desayunar– dijo Emi.
–Manos a la obra, tropas. Ustedes– señaló a los hambrientos, incluido el chico nuevo –vamos a buscar algo para comer y prepararnos para el día. Diego– se volvió hacia el segundo mayor. –Nuevo plan. Hoy, voy a señalar los autos y usted y su equipo los lavan. Cualquiera objeción, le dices así: ‘Cortesía para su excelencia, un detallado especial de los Praderos, órdenes del jefe,’ le dices así y no le hagas más caso, aunque se pongan en peros sólo frote más hasta que el carro brilla. —
–Pero…–
–No te preocupes por eso; Garantizo tu pago. —
–¡Sí, señor! —
Los Praderos se dispersaron y el Chapo se sentó en una banca de concreto a vigilar su territorio mientras Emi llevaba a los hambrientos a buscar comida.
–Flaco, — llamó a su bicho problemático. –Camine conmigo. —
La pandilla echó a andar y Emi se volvió hacia el carajillo de doce años.
–Si yo, el Chapo o cualquiera de nosotros te agarramos husmeando nuevamente, solo una vez más, estás fuera con el culo pateado ¿me entiendes? —
El chico siguió, arrastrando los pies y miró hacia abajo hosco. —
–Flaco, maldita sea, detente y mírame. —
De mal genio el niño obedeció.
–¿Quieres arruinarte? Por mí está bien. Arruínate. Pero no vas a andar con los Praderos y oler esa mierda. —
–Tú no eres mi padre– el chico lo miró fijamente.
–¡Tienes toda la razón, no lo soy, gracias a Dios! ¡Soy tu hijueputa jefe! —
–No puedes obligarme. —
–No– Emi miró hacia abajo. –Pero puedes hacerlo tú mismo. Es tu decisión. Puedes ser un carajillo sinvergüenza. O puedes ser un hombre. —
Flaco levantó la vista después de ver alrededor del bulevar, mirando a Emi de reojo, con su rostro turbado. –A veces simplemente no puedo resistir– dijo, interiorizando y nublándose antes de estallar en lágrimas.
–Huevecillo cojudo– Emilio lo tomó por su brazo lo zarandeó hasta levantarlo del suelo. –Eres mejor que esa mierda. Eres una persona y eso es una cosa. Haz lo que te diga o te corro a patadas, me consta que lo haré. Es tu elección: última oportunidad. Ahora vamos a buscar algo de comer. —
***
Ya en su tercer mes, la hora de las salteñas arrancaba a las diez y media, Praderos desplegándose en un radio de diez cuadras para repartir las delicias de la mañana a lo largo y ancho de los frondosos barrios adyacentes al Prado y a lo extenso de las salteñeras vecinales donde las horneaban.

Las mañanas transcurrían lentas hasta que se ponían en marcha la multitud del almuerzo, y el incentivo salteñero del barrio no bancaba mucho. Pero era algo, y algo era mejor que nada; las tropas se apresuraban por las calles con canastas improvisadas, tapadas con mantas para guardar el calor del horno, era una pequeña cantidad de efectivo todos los días antes del verdadero negocio de atender los autos y recoger propinas, cuando la mendicidad podría comenzarse en serio. El Chapo se burlaba de eso, pero el aumento aproximaba el 5% del total y ya era prácticamente una institución. Además, todos los Praderos salieron a diario con una salteña, un lujo inusual en los días previos a la gran campaña de reventa de salteñas.
El Viernes de Solteros era su día más importante de la semana. El Sábado de Citas era terreno en el que se movía territorio no consolidado y aún en juego. En la hora caramelo entre las once y el mediodía, Maimónides llevó al Chapo a una banca en medio del bulevar para continuar con el adoctrinamiento del orden mundial comunista en curso. El conductor de Jerjes chirrió en un Corolla cuando Emi guiaba a un cliente en el retroceder de su estacionamiento, tomando su propina para salir furtivamente a la calle y entrar por la parte de atrás, como se le ordenó.
–Dime cómo funciona, — dijo Emi.
Jerjes se dio la vuelta en el asiento del pasajero y dejó que las gafas se deslizaran por su nariz para revelar sus ojos. El conductor se rio.
–Ríete todo lo que quieras Gordo, solo eres un conductor, — Emi le dio un golpecito suave al costado de la cabeza. –¿Cuál es la técnica? — Se volvió hacia Jerjes. –Me lo tienes que explicar todo. —
–Tome, — Jerjes le pasó un paquete plástico con bolsas dentro, dosis, supuso Emi.
–Son diez bolsas de un gramo cada una. Me debes mil bolivianos y te los cobro mañana a la misma hora.
Emi miró la bolsa de drogas.
–Vendes cada uno por dos cientos. Son cien por ciento en ganancia. Juego de niños. —
Emi tenía dos mil quinientos en efectivo en el departamento de negocios de su billetera. Por incierto que fuera su comienzo, al menos podía cubrir la apuesta.
Habían conducido cinco cuadras. Adelante, Jaime y Miguel estaban retrocediendo con las manos vacías y los ojos muy abiertos. –Ok, Jerjes; Ven a recolectar mañana, entonces. Déjame aquí ahora. —
Los chicos se detuvieron y saltaron alrededor de su jefe cuando salió del auto. –Nos golpearon y nos robaron la caja de pulir, logró decir Jaime, conteniendo las lágrimas. –Luchamos contra ellos, pero fue inútil; eran muchos. ¡Mira Miguel! ¡Eran mucho más fuertes que nosotros, jefe! —
Miguel subió su rostro para mostrar con orgullo su ojo morado.
–¡Tranquilo! — Jaime estaba hecho un lío de nervios, la responsabilidad recaída sobre él por ser el mayor y el encargado del escuadrón de dos.
–¿Avenida Dos? —
Jaime asintió.
–Vamos. — Emi corrió con ellos las cinco cuadras que les separaban de su punto y cruzaron los dos carriles de la vía occidental hasta la banca donde Maimónides le exponía al Chapo las virtudes de Leo Trotsky.
–Maimo, — dijo Emi. –¡Necesitamos tu carro, vámonos! —
–Oye–, objetó Maimo, –¿de qué se trata todo esto? No estoy involucrado en tu negocio. —
–Maimo–, se volvió el Chapo para insistir con frialdad. –Necesitamos tu coche. ¡Ahora vámonos! —
Se subieron al Datsun que era del papá de Maimo y Emi le señaló el camino, dando vueltas por los vecindarios traseros para salir a la Avenida Dos y cortar el camino de regreso a los seis pandilleritos de Carriles, que andaban holgazaneando, a un par de cuadras del territorio seguro. El Chapo salió disparado del auto rápida y hábilmente arrastró a dos de ellos por la nuca y a un tercero a patadas en el trasero y las costillas metiéndolos en el asiento trasero, sus tres demás cómplices escapados por la calle en busca de la seguridad de sus compinches.
–Oye—Maimónides encontró su columna. –¿Qué es esto? No tengo nada que ver con esta mierda. ¡No soy ningún gánster! —
–Tú–, el Chapo lo fulminó con la mirada, –eres el chofer, mayor de 21 años, y por tu mayoría, el responsable absoluto de todo esto. Así que cálmate y haz lo que te digan. —
–Chapulincillos de mierda, — dijo Emi suavemente, abofeteando a cada uno de los mocosos hacinados entre él y el Chapo en el pequeño asiento trasero, Miguel y Jaime amontonados en el asiento del copiloto. –Bienvenido a tu nuevo mundo de mierda. — El pequeño, un niño de unos doce años, lo miró de frente con negra ferocidad sin acobardarse ante las circunstancias. Los dos mayores, de catorce y quince años, comenzaron a gemir.
–Arroyo Seco–, instruyó Emi al conductor, –manténgase al este pasando al Melca; te avisaré cuando estemos allí, para tirar estos cuerpos.
–Hazlo–, amenazó el Chapo, haciendo clic en su estilete para limpiarse las uñas y mirar a Maimo a través del retrovisor.
–¿Qué crees que están haciendo en nuestro territorio? — Emi se volvió suavemente hacia sus rehenes, –atacando a mi equipo? —
–Me cago en la leche de tu madre, — dijo el chiquitín, el matoncillo.
Emi lo agarró de la parte posterior del cabello y golpeó con fuerza la cara del chico con su puño una sola vez y lo soltó empujando su cabeza hacia abajo, el niño se inclinó hacia adelante sin hacer ruido, tocó su nariz con su dedo y se mordió la lengua.
–Nos obligaron, — el mayor se puso hablador. –Tuvimos que hacerlo. Se nos ordenó, no puedes matarnos. No quisimos hacer daño. El patrón dice que tenemos que empujar los límites de nuestro territorio. No tenemos otra opción, — balbuceó. –Por favor, no nos hagas daño, solo estamos tratando de salir adelante. —
El Chapo se inclinó y jaló al matoncillo hacia arriba por la espesa cabellera y pasó el filo de su cuchilla a lo largo de la carótida. –Será mejor que arreglemos esto de una vez, — le dijo a Emi, interpretando su parte de la pequeña rutina. –Tiene una actitud pésima. Déjame enfriar sus venas, jefe. Ahora mismo. —
–Llegaremos a eso, — dijo Emi.

–Espera un minuto, — suplicó Maimónides. –No puedes matar a nadie dentro de este auto. Este es el coche de mi padre. ¡Nunca me dejará sacarlo de nuevo! —
El Chapo se inclinó sobre el asiento del conductor. –Esta es la dictadura del proletariado, viejo amigo, — susurró. –Así es como se opera en la vida real. —
–Qué hay que hacer para sanar esto? — balbuceó el chico del medio. –Recuperaste tu kit de limpiabotas. No quisimos hacer daño, no puedes matarnos; ¡solo somos niños! —
–Detente, Maimo, — dijo Emi.
Jaló por el pelo al matoncillo sobre su regazo y levantó la cabeza para estudiarle los ojos. La sangre le brotaba de una fosa nasal, nada roto, sin marcas. –¿Cómo te llamas, gamberro? —
El chico le escupió en la cara.
Emi sonrió, limpiándose el escupitajo de la cuenca del ojo con un nudillo y arrojándola al suelo.
–Está bien, Matoncillo; ve a hacer tus matemáticas, — sonrió. –Y si quieres volverte inteligente y amable, tal vez pueda hacerte un plazo–. Arrastró al chico por la relinga, sobre su regazo y lo tiró a la acera.
–Ese matoncillo, — sonrió a los otros rehenes. –Él es incorregible. Maimo, ¿qué estás esperando? —
El Chapo se rio y envainó su cuchilla mientras Maimo soltaba el embrague.
–Miren chicos– Emi volvió la cabeza. –No los vamos a matar por un kit de limpiabotas. Por lo menos esta vez no. Pero tienen que pensar en el futuro. Tal vez Avenida Dos lo tenga en marcha. Quizá Carriles les cuida. Y tal vez no. Les diré qué, pequeños…vengan a mi territorio, pero cortésmente la próxima vez. Vengan a verme. Tal vez los deje trabajar para mí. Quizás. ¿Entendido? ¿Captan? —
No podían asentir con la cabeza con fuerza suficiente.
–Maimo– anunció. –Dejemos salir a estos hombrecitos. Detenga el carro. —
El Chapo salió y sostuvo la puerta y los chicos salieron y retrocedieron hacia la acera para orientarse y regresar cuanto antes a territorio propio. Emi dirigió a Maimo de regreso al Prado, a la esquina de la calle que marcaba el límite norte del césped firme de los Praderos. Jaime y Miguel se bajaron y el Chapo pasó al asiento delantero. Los dos chiquilines miraron a su alrededor, con el kit de limpiabotas al hombro, abultado, para reanudar la tarea de lustrar zapatos en el bulevar curtido por el sol.
–Perdón por eso– se dirigió Chapo a su mentor político, sus ojos bañados con simulada sinceridad.
–Ustedes, cabrones, podrían haberme metido en problemas– estalló Maimo, ahora a salvo de las potenciales consecuencias.
–Lo siento– repitió el Chapo, ladeando el rostro con empatía.
–Maimo– intervino Emi. –Fue un gran favor, y te lo debemos. —
–¡Están fuera de control, cojudos! —
–Maimo– suplicó Emi. Eres mayor y más sabio que nosotros. Solo estamos tratando de salir adelante. Tú tienes la bendición y el dinero de tu padre. —
–Pensé que ustedes iban a matar a esos bichillos de mierda. —
–Nosotros no matamos niños– sonrió el Chapo. –¿Qué tipo de movida crees que maneja Emi? —
–Oye, Maimo– dijo Emi. –Tú estás en la U. Estás en el medio de la onda. ¿Qué pasa con todo esto de la cocaína? ¿Alguna vez lo probaste? —
–¿Yo? Para nada… Pero sí está de moda. A muchos de los jóvenes populares les gusta y se la mandan. —
–¿Cómo es que nunca lo intentaste? — preguntó Emi. –Vos sos de plata. —
–No ando con esa clase de gente, — dijo Maimo. –Nunca me lo han ofrecido. Probablemente no lo rechazaría, simplemente nunca tuve la oportunidad. —
–Querés probarla ahora? — convidó Emi.
El Chapo giró la cabeza estudiando a su compañero.
–Bueno– se rio Maimónides. –¿Qué, estás ofreciendo? ¿Tienes algo? —
–Te diré qué, nos haces un favor más con el carro y te tengo una bolsa y ve a comprobarlo e infórmale al Chapo lo que piensas. A lo mejor tienes algunos amigos en la U que talvez podrían interesarse en más. Tendría una línea de brete para ti. Incluso podrías ganarte un poco de plata.
–¿Qué tipo de favor es con el carro? No me apunto a cosas como lo que acabamos de pasar. —
–Nada como eso. Deténgase en la acera; déjame hablar un momento con el Chapo. —
–Todos estarán juntos– dijo Emi –tratando de averiguar qué hacer. — Apretó seis de las bolsitas en la palma del Chapo.
–¿De dónde sacaste esto? — preguntó el Chapo.
–Te detienes con Maimo justo en frente de su cuartel– dijo en voz baja. –Diles que quieres hablar de paz, pero que solo hablarás con Gato Chino y que se suba al auto. —
–De músculo a músculo– razonó el Chapo.
–Sí– Emi sonrió. –Y cuéntale sobre nuestro empuje hacía los Sábados de Cita por la discoteca. Háblalo en grande, has que suene más fuerte de lo que es. Dile que los venda en doscientos cada uno, a la tasa, y que no les marque ni un centavo más, y que, si acepta y se suba a bordo, que se quede con la plata como bono por firmar, y que le corresponderá una participación completa de un tercio de nuestra escena del sábado por la noche, siempre que pueda probarse a sí mismo y traer algunos desertores más. —
–Tendré que asumir esto con calma… —
–Creo que esas bolsas lo distraerán. Actúa como si todo fuera un negocio normal para nosotros. —
–¡Podría funcionar, jefe! —
–Quizás. —
–Sigue siendo él mala nota, Emi. —
–Lo vigilaremos. Hay formas de lidiar con él una vez que Carriles esté fuera del camino. —
–En este momento él es el eje–.
–Sí– Emi sonrió. –En este momento, lo necesitamos–.
***
De regreso a su base, Emi estaba complacido con la iniciativa de Diego en su ausencia. Había lavado dos autos, el Peugeot de don Alfredo y el Chevy from the Levy de Miguelito. Ambos habituales y generosos con las propinas. Emi dio el visto bueno hacia el Fiat de don Alissandro y el Célica GT de los hermanos Lucci para seguir. Paseó por la acera frente a la sede de su imperio y sonrió a los clientes ocupados con sus extensos almuerzos mientras el sonido de los cachos emergía de los primeros chupadores de la tarde en la parte de atrás. Era la una, reconoció el Mercedes plateado detenido por el semáforo a una cuadra de distancia. Prieto se arrimó a su cuadrilla de mendiguillos, engreído por la pródiga alfabetización del pequeño Atencio. El letrero decía –ayuda con nuestra educación, — Ate leyó dramáticamente a sus Praderiños más jóvenes, la preciosa pequeña lisiada Ada y su hermano menor y protector Vladimir. –Anímense, pequeños dramáticos– Emi sonrió al señalar calle abajo. –¡La reina de las limosnas está en camino! — La colección de poemas que Atencio leyó en voz alta era de Pablo Neruda, un regalo de la mismísima benefactora en su camino a burlarse de la regla que los Viernes Sociales, eran solo para varones, para beber y jugar a los cachos como si fuera hombre para demostrar que podía hacer lo que le daba la gana. Emi se alejó para ir a apoyarse contra la pared, discretamente apartándose de los escalones de la entrada.
Salió del asiento del pasajero e hizo una línea recta para interrumpir la lectura, aprovechando para revelar la portada y confirmar el título. Se agachó para ordeñarle una sonrisa a la pequeña Ada con una caricia en la barbilla. No podía estar seguro por el breve destello, pero por el color, Emiliano pensó que era un billete de mil bolivianos que ella dejó caer en su sombrero antes de frotar la cabeza de los dos chicos y llevar la cita de hoy, en el día equivocado, hacia los escalones. Emi se giró para saludar, tocándose la frente y ella saltó para pararse frente a él y agarrar su brazo como un hombre y sonreír. Dejó que sus gafas se deslizaran por su nariz para revelar sus ojos, ella metió un fajo de billetes de cincuenta y cien en el bolsillo de su camisa.
–Mañana– le indicó. –La Liga de Mujeres Votantes se reúne en el Club Judío, el Shin-Bet, ¿sabes dónde queda? —
–Por el Centro Este– dijo.
–Ahí mismo. Lleve tu pequeña actuación allí– ella señaló con su pulgar hacia su equipo de menesterosos –y te conseguiré quinientos mil de la multitud de pelos azules que estarán asistiendo. —
–Allí estaremos– le aseguró.
–Conste, Emiliano– sonrió. –Tengo que correr para que mi semental no se sienta inquieto– sonrió.
–Ve entonces, diviértete, vuelca las mesas. —
–Pero tienes que usar la plata para comida, medicina y vivienda– ella le declaró. –Nada de chicha o licor, menos drogas. —
Ella se inclinó hacia adelante, lo besó en la mejilla y se echó a reír guiñándole un ojo antes de saltar hacia su galán, tomar su brazo y subir los escalones, donde la conversación cayó cuando los ojos se detuvieron incómodos ante su descarada aparición en un Viernes de Soltero.
Donde el dinero se entrometía, las convenciones de la sociedad se caían en un montoncito desordenado. Allí, todas las apuestas eran arriesgadas. Miró a su equipo y ellos lo miraron con los ojos muy abiertos mirando el sombrero. Le indicó a Atencio que se guardara el billete en el bolsillo y lo quitara de la vista. Salió al otro lado de la acera y llevó al equipo lava carros de Diego al Mercedes de la Reina de las Limosnas. –Prioridad, — sacudió la cabeza.
Don Emilcio se detuvo en su Range Rover, y Emiliano le indicó con la mano que se echara para atrás para seguir hasta estacionarse en el sitio de parqueo más cercano a la entrada. Lo guio al espacio, todo sonrisas.
–Hola, Emiliano– el anciano salió del asiento del conductor, su hijo mayor y supuesto heredero, del lado del pasajero, un hermano menor y un amigo anciano desconocido amontonados en la parte trasera. –Gracias por tu ayuda la otra noche con Carlitos. — Le estrechó la mano con firmeza y le dio al joven un inesperado y ligero abrazo, indicándole al heredero que se acercara con un paquete.
–Solo fue una llanta ponchada, don Emilcio, ¿qué quiere que haga, que permita que don Carlos se ensucie las manos, todo bien vestido y camino al cine con su hermosa nuera? —
–Dos kilitos de cuis-cuis en agradecimiento– el patriarca sonrió ampliamente, su hijo apresurándose para presentar el paquete de carne ceremoniosamente, pero con una sonrisa sombría, dudoso sobre esta lección de patrocinio y generosidad de su magistral viejo, Emiliano Prieto siendo poco más que un mendigo a los ojos del hijo legítimo. Don Emilcio era el dueño de la lechería más grande de la nación y tenían otras empresas aparte de esa, incluida una operación de cuy.
–Oh, no– objetó Emi, mirando hacia abajo a la carne que le ofrecían. –No podía aceptar eso; no fue nada, simplemente mi deber. —
–No seas tonto, — lo regañó el anciano. –Yo insisto. ¡Llévatelo a casa con tu familia, cortesía de los Sibancha! —
–Bueno– cedió Emi. –Si es así, entonces no me puedo negar. ¡Gracias desde el fondo de mi corazón, don Emilcio! —
Al otro lado del bulevar, el quinto par de soldados se paseó por allí. Se desplazaban cada media hora a como correspondía el primer día completo de normalidad tras el golpe de estado. Nadie había matado a nadie y el viejo general que mandaba ayer había volado al exilio en Paraguay, hoy un nuevo general dirigía las cosas y los actuales nombres de estos actores era de poca consecuencia. Emi reconoció a Pansa, de su propio barrio. Había sido reclutado hace un par de años, destacado en Cochabamba y estaba llegando ya al final de su obligación militar. Mientras los Sibancha subían las gradas hacia la entrada del restaurante, Emi se deslizó al otro lado de la calle.
–Pansa– gritó.
–Oye Emilianón– Pansa volteó a sonreír. –¿Estás manteniendo a todos estos sangre-azules rectos y en línea por estos lados? —
Emi frunció el ceño. –Difícilmente. ¿Cómo puedes controlar a los que no tienen conciencia, a quienes se les da todo y no se les espera nada? —
El segundo soldado se burló, Pansa lo presentó como Privado Silvio Salgado. Emi estrechó la mano y sonrió.
–¿Qué estás vendiendo ahora, Emi? — Pansa señaló la bolsa. –¿Corazones humanos? —
–Oye– dijo Emi, ofreciendo el paquete. –Llévale esto a tu mamá– sonrió. –Sé que es difícil llevar algo a casa en estos días con la miseria que paga el Ejército. —
Pansa asintió para que Silvio aceptara el paquete.
–Parece que ustedes sobrevivieron al golpe– sonrió Emi.
Todos se rieron de la broma interna. Sólo la crema cambió de posición. Los obreros siempre araban la tierra y apenas se mantenían a flote. Así es como era.
–¿Qué podemos hacer por vos? — Pansa miró la carne.
–Oh no– respondió Emi. –Solo quiero mostrar mi aprecio por el sacrificio de ustedes. Sé que es difícil. —
–No seas tímido– insistió Pansa, no muy lejos de salir a trabajar la tierra aquí y allá para lo que siga después de la soldadesca. –Bebé que no llora no mama. —
–Bueno– vaciló Emi, barriendo la acera con una mirada avergonzada.
–Hable, huevón– insistió Silvio.
–Ese Carriles– rompió Prieto su fachada de reticencia. –Golpeó a algunos de mis muchachos esta mañana y les robó sus centavillos. —
–Es un debilucho– frunció el ceño Pansa. –Un cobarde. —
–Quieres que le demos una paliza? — preguntó Silvio optimista. –¿Quebrarle los dientes? —
–Oh no, nada de eso. —
–Podemos golpearle los riñones– ofreció Pansa, –joderle un poco las rodillas…–
–En realidad– dijo Emi –tal vez si podrías ayudarme. –Así no; no quiero hacerle daño. Pero si pudieran detenerlo por un tiempo, llevarlo como si lo requirieran en el Centro Judicial, dejarlo sudar un poco y quitarlo un par de horas de su territorio…eso podría ser una buena lección para él y una gran ayuda para mí. —
–Eso está más allá de nuestra autoridad, por cierto– se lamentó Pansa, frotándose la barbilla para estudiar lo que oía. –Sería más fácil meramente lastimarlo, ya que podríamos meternos en problemas si nos ven arrastrándolo. Aun así, hoy—más que cualquier otro día, nadie tiene idea firme de cuál es realmente nuestra autoridad. Déjame maquinarlo. —
Se dieron la mano y los soldados continuaron su camino hacia el norte. Emi volvió a cruzar la calle de regreso a su estación cuando don Pánfilo, levemente borracho, salió del restaurante y evaluó su inmaculado vehículo para silbarle a Emi y regalarle un billete de cincuenta. Se guardó el billete en el bolsillo y reflexionó sobre las fichas de dominó que estaban alineadas para caerle a su viejo amigo, Carriles. Eran las cinco en punto y el restaurante estaba en transición, vaciando el gentío de la tarde, en la pausa antes de que los chupadores de la noche comenzaran la secuela en un par de horas. Se preocupó por la continuada ausencia del Chapo y pagó a su equipo de mendigos con la gran cantidad recolectada hoy, los instruyó sobre la misión de mañana en el Shin-Bet, y por final los envió a ellos y al equipo de lavado de autos a comer de las sobras recolectadas de las mesas del restaurante durante la tarde. Dejó un mensaje con sus vigías para enviar a los equipos de limpiabotas en su dirección cuando se presentaban para fichar la salida, él se dio la vuelta por la calle para recuperar sus energías con un bocado.
Llegó el crepúsculo, y él cobró a su equipo de los zapatos los dos tercios que le correspondía, acomodó su tercio en su billetera y el tercio de la compañía en su respectivo compartimento. El Chapo, insustituible, tardaba demasiado y estando solo en el campo se manifestaba vulnerable, Emi revivió el momento en que golpeó al bicho en el carro, estremeciéndose ante lo que a veces la vida a uno le exigía. Podías delegar según lo que permitían las circunstancias, pero nunca separarse de las acciones o los mandatos. Jerjes se detuvo afuera y lo miró por la ventana del asiento trasero. Emi le indicó con su cabeza que pasara. Él había ido a Jerjes esta tarde. Los días para irse se estaban agotando y los días en que se le vinieran a él, comenzando. Jerjes frunció el ceño e hizo que el Gordo estacionara. Salió a la calle con cautela, cruzó la acera y entró en el tugurio.
Emi pasó un billete de mil, empalmado en su apretón de manos.
–Tan rápido? —
Prieto se encogió de hombros.
–Pasaré en otra media hora y te pondré otras diez bolsas, veinte si querés.–
–Mañana– dijo Emi. –Tengo unas cositas prioritarias para esta noche que tengo que solventar. —
El Chapo salió del Datsun que ahora estaba estacionado tras el Volvo que andaban Jerjes y el Gordo y Maimónides aceleró de regreso a sus conflictivas raíces. Jerjes siguió su ejemplo y le estrechó la mano al Chapo mientras salía.–
–Taquiña– le pidió el Chapo al salonero.
–Estamos celebrando?– preguntó Emi.
–Pareciera ameritarse– dijo Chapo.
El mesero trajo el litro y colocó vasos cortos frente a ellos. –¿Quieren cachos?–
–No a los dados– dijo Chapo. Esperó hasta que el salonero se alejara y no pudiera oírlo. –Mientras yo estaba fuera con Gato Chino llegaron dos soldados y sacaron arrastrado a Carriles– informó.
–¡No jodás!–
–No me quedé, pero solo nubes bajas se veían sobre la Avenida Dos.–
El Chapo sirvió de nuevo, chocaron vasos y sonrió.
–¿Y parpadeó Gato Chino?–
–Nos conseguimos un socio.–.
–Hay que tener cuidado con lo que pedimos– dijo Emi. –Podríamos conseguirlo.–
El Chapo de una vació su vaso y Emi volvió a llenarlo. La noche asumía contornos novedosos.
–No es tan malo– defirió el Chapo. –Él está haciendo lo mejor que puede con los recursos a su disposición. Nadie tiene todas las respuestas. Creo que podremos trabajar con él.–
–Entonces, ¿cómo va a terminar la cosa con él y los bandidillos de Avenida Dos?–
–Los soldados cambiaron un poco las probabilidades.–
–¿Así que los árboles se están mudando?–
–Sí.–
–¿Crees que aguantará?–
–Tendremos que ver–.
Emi bebió su vaso. El Chapo le sirvió otro.
–¿Y el Flaco?–
Resoplando de nuevo–.
–Imbécil.–
–No puedes ganarlas todas, Emi.–
–Quedará despedido mañana.–
Bebieron juntos la siguiente ronda y dividieron el resto en partes iguales, Emi sirviendo de nuevo. Prieto pagó la cuenta y caminaron de vuelta por la calle donde el Prado estaba recalentado.
El viejo Atencio había dejado la ignición del carro encendida y sus hijos ya se habían ido hace horas con amistades y el viejo estaba borracho y rascándose la cabeza. Emi y el Chapo pusieron en alerta al equipo, sacaron el auto y pararon el tráfico para arrancar el carro empujado, Emi se guardó la propina. –Oye, Emi– Andrés, el anfitrión, salió y se encogió de hombros señalando con el pulgar el baño de hombres. Entonces Prieto llamó con un silbato al equipo de lavado de autos para que se pusiera en modo patrulla de vómitos y descendieron al baño de hombres en su sede, se dispusieron a hacer las rondas por los bares del vecindario por lo que los saloneros desde El Tapis hasta El Alméndrigo estaban agradecidos por personal rápido para subcontratarles el trabajo sucio a cincuenta bolivianos por tanda.
–Tampoco volvió a aparecerse Esteban—dijo Andrés. –¿Pensás que podás poner a uno de tus muchachos a fregar platos de nuevo? Estamos socados.–
–Hazte cargo mientras meto la mano– le dijo Prieto al Chapo –hasta que regrese Simoncillo y mándelo para turnarme.–
–De ninguna manera, jefe, no te dejaré– suspiró el Chapo, trotando de regreso a la cocina para quitarse la chaqueta de cuero, ponerse el delantal, y comenzar a fregar.
Emiliano Prieto persiguió a un par de ratillas que claramente estaban tachando autos, reconociendo terreno y buscando problemas y los alcanzó.
–Territorio Pradero– les guiñó. –Todo esto está bajo nuestra administración y te metemos una bala si los atrapamos robando, atracando, asaltando o cualquier cosa aquí. Así es como es, mis panitas. Una alerta amistosa.–
–Que mala nota– dijo uno.
–Pero bueno– dijo Emi. –Allá en la Avenida Dos hay un verdadero desastre, agujeros por todas partes, el pequeño sindicato desordenado. Tienen esos cafés boutique con muchos autos lujosos, muchos marcos suaves.–
–¿Sí?–
–Pero, no vuelvas a pasar por aquí si no es para buscar trabajo conmigo o tendremos que darles a ustedes una buena paliza.–
–Está bien, oye, gracias por el consejo.–
–Un placer, buena suerte.–
Con Simón ya de regreso en la cocina, el Chapo y Emiliano midieron la progresiva borrachera desde la acera por encima de la media pared del restaurante. Eran las diez de la noche y solo un puñado de mesas aún tenían comida, el resto se dedicaba a la cerveza y los cachos, algunos más tranquilos, hombres mayores juntados para fumar cigarrillos, cuartos de botella de whisky y soda frente a ellos, algunos reticentes bebiendo pisco. Cuatro mesas estaban descaradamente estridentes; aunque se podrían presentar problemas más adelante, por el momento todos portándose aceptablemente.
–Oye–, señaló el Chapo calle abajo. –¿Mire lo que viene?–
Eran seis chicos de Avenida Dos, incluidos los dos de esta mañana, el Matoncillo notablemente ausente.
–¿Qué te parece?– el jefe de la delegación miró a Emi, después de dar un paso adelante para estrechar su mano con Emi y después al Chapo y presentarse. –Gato Chino dijo que nos viniéramos a hablar contigo. Terminamos con Carriles y todo el drama de Avenida Dos. Estamos buscando a un jefe de verdad.–
Emi miró al Chapo, quien se encogió de hombros en asentimiento ambivalente.
–Te quedás con un tercio de lo que ganás,– explicó Emi. –Obtengo un tercio, y el sindicato obtiene el otro tercio.–
–¿El sindicato?–
–Sí y todos ustedes obtienen una acción. —
–¿Qué tenemos que hacer, ¿cuándo empezaríamos?–
–Reúnase a las nueve de la mañana en el centro del bulevar para sus asignaciones. Tres de ustedes trabajarán en los turnos de día conmigo. Ustedes tres —señaló el mayor— harán turnos vespertinos y nocturnos en las discotecas y en los viernes de soltero del Prado. ¿Carriles sabe de su cambio de afiliación?–
–Si acaso no lo sabe, lo descubrirá muy pronto. Está borracho y furioso. Ya no aguantamos más.–
–Ahora fuera de aquí. Hablaremos por la mañana.–
–Emi, Carriles se va dar cuenta, y se vendrá tras de ti para vengarse. Sería mejor sacarlo de su miseria esta misma noche, mientras esté borracho y furioso–
–No; parece que está terminado. Si es inteligente se largará para Santa Cruz o La Paz y se encuevará para sanar sus heridas. Si se queda para pelear por su puesto, dejaremos para otro la acción del gatillo.–.
Una conmoción desde el salón del restaurante les agarró la atención. –Parece que hay problemas– sonrió el Chapo.
En la mesa más grande los bebedores estaban de pie y discutiendo, todos jóvenes, colegiales o en su primer año de la U. Los saloneros corrieron a instarles calmarse, pero los agobiados no les hacían caso. Elmer Vindas, el hijo menor de la familia Vindas Ruiz, como de la edad de Emi, se inclinó y puso su dedo en el pecho del extranjero, que parecía un poco más joven pero fuerte y robusto. Este extranjero golpeó el dedo de Vindas para apartarlo, abanicando con claro desafío a su oponente para que se acercara. Todos los de la mesa eran amigos así que nadie se intervenía en contra del pleito. Después de largas horas de tomar, estos muchachos estaban listos para la acción. Vindas se cruzó para abofetear al extranjero, pero este se echó hacia atrás, evitando el golpe, perdiendo por un momento el equilibrio.
–A la calle– señaló Vindas. A la calle y al centro del bulevar hirvió la chusma.
–Oye– gritó un mesero con el corbatín arrugado. –La factura. Tienen que pagar.–
–Ve a pagar– le dijo Vindas a su segundo, guiando el camino hacia el campo de batalla.
El segundo beligerante, un extranjero, estaba todo hinchado y tambaleantemente borracho. No parecía tener un segundo, aunque había otros tres extranjeros en el grupo de los ocho amigos reunidos para la pelea que talvez calificarían para la tarea.
–Elmer le va sacar la mugre a ese cojudo– señaló el Chapo mientras él y Emi iban a la deriva con la multitud que observaba.
–No me importa lo ricos que sean– dijo Emi; –se van a necesitar unos a otros y sus viejos seguramente hacen negocios juntos ahora y aquí están como perros, deshonrando sus filas así por el espectáculo y deleite de todos esos hijos de puta parados para ver cómo se le patea al prójimo.–
Emi escupió en el suelo.
–Tal vez Elmer le tenga piedad– adivinó el Chapo mientras los dos se cuadraban y la multitud daba gritos y aullaba.
Tiene mañas. Tiene que saber que no es justo y no está bien. Tal vez le dé un pase al chico.–
Efectivamente, Vindas parecía dispuesto a calmarlo, extendió su largo brazo para agarrar el hombro de su oponente como si quisiera hacerle entrar en razón.
Pero el extranjero giró, conectó un gancho de izquierda y siguió con un derechazo que impactó dos veces con fuerza a Vindas, quien se cayó un par de pasos hacia atrás.
–¿Te lo hubieras imaginado?– dijo el Chapo. –Nos conseguimos un boxeadorcito. Un chico rico pero un durillo.–

Elmer negó con la cabeza, se restregó con un dedo para ver la sangre de su mejilla y se giró para entrecerrar los ojos y mandar al carajo a su ángel del hombro izquierdo para abrirle campo al diablo pegando brincos y saltos en el derecho. La multitud rugió. El extranjero bailaba, descuidado bajo la cerveza, y Elmer acechaba usando sus largos brazos mientras el extranjero derrochaba energía en golpes salvajes que no conectaban. Lo siguiente, Elmer tenía al chico dominado con una llave de cabeza; levantó sus pies y aterrizó sobre el pecho golpeándolo repetidamente hasta que le sacó el aire, y por fin se levantó apartándose, sacudiendo su ropa.
La audiencia instaba al extranjero a permanecer en el suelo, pero este se arrodilló y luego se puso de pie para hacerle señas a Vindas que volviera a pelear. Vindas miró a su segundo, sombrío ahora, todo esto se estaba pasando de exagerado. Se distrajo de la embestida del boxeador y Vindas se movió para un lado, lo pateó y lo dejo tirado sobre el suelo.
Le gritó algo en otro idioma al caído extranjero, seguramente diciéndole en inglés que no se levantara, pero apenas encontró sus rodillas, Vindas lo pateó en las costillas y colapsó en el suelo haciéndose un ovillo, Vindas caminó alrededor de él, listo para otro golpe de gracia. Pero todo había terminado, y el grupo se dividió, el contingente de Vindas alejándose a toda velocidad en un Peugeot y un Audi, los observadores casuales de la pelea, retirándose a pie. Dos de la mesa de tragos, observaron un rato de pie al chico boxeador antes de encogerse de hombros y alejarse. Después de unos minutos, todo lo que quedó fue el joven derrumbado en el suelo.
–Si alguna vez pierdo una pelea– dijo el Chapo –así quiero que me dejes, así nomás, que me caiga encima el cóndor para elegir cual de mis ojos prefiere sacar primero–.
–La gran clase dominante– Emi negó con la cabeza. –Simplemente lo dejarán para que uno de los nuestros lo robe y le dé otro par de patadas o tal vez le hacen degollado, solo por diversión.–
–El Matoncillo creo que sí es capaz– dijo el Chapo.
–Ve a traerme un balde de agua– le dijo Emi, y un vaso grande de agua limpia. –Tenemos que zarandearlo y devolverlo en casa a su mami.–
–Oye amigo– se arrodilló encima del cuerpo tendido –¿entiendes español?–
–Sí.–
–¿Tú sabes dónde estás? ¿Sabes lo que pasó?–
–Sí.–
–¿Puedes sentarte? Déjame ayudarte. Vamos a limpiarte un poco. Chapo– señaló.
Emi busco como poner al chico en vertical y en cuclillas usando su muslo como respaldo, limpió la suciedad y la arena de la cara del combatiente.
–Tengo que buitrear.–
Emi lo dejó vomitar y le dio agua limpia para que se enjuagara la boca. –Mete la cabeza en el balde para refrescarte.–
El chico obedeció y luego escurrió el pelo como un perro y se encontró sus rodillas, Emi y el Chapo lo ayudaron a ponerse de pie y lo dirigieron a una banca donde tomaron asiento Emiliano y el extranjero.
–¿Dónde vives?– le preguntó Emi. –Tenemos que hacerte llegar a casa.–
–El vecindario no tiene nombre; está arriba del barrio de Santa Colonia.– El extranjero miró hacia arriba y señaló hacia el noreste. –Vivo en un predio, allá en ese lado de la montaña, arriba de nuestra casa no hay nada, no hay más casas.–
–Ey Prieto– Sancho Carriles gritó en la noche, tropezando por el camino. –¡Tenemos que hablar hijo de puta!– Balbuceó, a unos 75 metros de distancia, el Matoncillo pisándole los talones como respaldo. El Chapo se levantó de un salto y caminó hacia ellos para arreglar la interferencia.
–Cuidado que no anden armas de fuego,– dijo Emi.
–¿Chico, tienes dinero para pagar un taxi?–
El extranjero extendió la mano para revisar su billetera. –Mi billetera… ya no la tengo. Tendré que llamar a mi papá.–
–No puedes llamar a tu papá, mi panita, borracho después de la medianoche, peleando en la calle con tus amigos.–
–Puedo caminar. Ayúdame a pararme. Me iré a casa caminando.
–Pon tu brazo aquí en mi hombro. Camine conmigo.– Estaba mejor después de vomitar y lavarse; probablemente no se desmayaría. Sus ojos estaban muy abiertos; el chico sabía que estaba en terreno inseguro y lo estaba haciendo números. Emiliano silbó y Francisco salió poniendo en marcha su taxi.
–Lleve a este chico a casa; está en algún lugar extraño arriba del distrito de Santa Colonia.–
–Eso queda en el culo del mundo, Emi.–
–Llévelo a su casa. Mantenlo despierto para que pueda guiarte por el trayecto. Aquí hay doscientos bolivianos. Si, es más, me verás mañana y te cancelaré el saldo.–
Una vez atendido el extranjero, Emi regresó donde el Chapo y los desolados restos de la Avenida Dos estaban agazapados esperándolo con cautela.
–Están limpios– anunció el Chapo. –Solo cuchillos.–
–¿Qué quieres, Carriles? No deberías estar aquí. Eres más inteligente que esto.–
Con las pupilas desorbitadas, Carriles estaba borracho, el Matoncillo con los ojos rasgados y el ámbito cruel.
–Cuádrese, Prieto.– Carriles arrojó su cuchillo sobre el zacate y levantó los puños. –Quiero un pedazo de ti.–
–No va a suceder, Carriles. Tienes que ir a dormir; descansa y ponte el sombrero con sesos. Es la una de la madrugada y hay malas compañías a nuestro alrededor, gente a la que no controlo. No puedo garantizar tu seguridad.–
Carriles se tambaleó hacia adelante tirando un golpe salvaje que falló. Emi ni siquiera tuvo que esquivárselo.
–Dale una lección, Emi– instó el Chapo. –Muéstrale quién es el jefe.–
Emi se giró con un destello de ira hacia su compañero, pero se controló. –Él ya ha tenido su lección. Vámonos,– agarró el brazo del Chapo y se dio la vuelta para alejarse. –Busquemos un taxi y jalémonos.
–Mañana será un día importantísimo. Tendremos que estar bien descansados. —
