La Segua

The Segua

Aserrí de Desamparados                                                                                                              5 de febrero de 1948

Iba descalza y se detuvo a la par del pavimento vestida con un corpiño rojo sobre una falda de cuero negro, su chal de encaje blanco incandescente contra el marrón intenso de sus hombros huesudos. Tenía la cara de Isadora, sólo que, con ojos de gato, uno amarillo el otro azul. Ella lo reconoció cuando pasó lentamente por donde estaba ella de pie en el arcén. Quería que la llevara o lo quería a él; quería algo y lo quería sin tener que pedirlo, y una gota de orina se escapó en los pliegues de seda de sus bóxeres. Era Isa, no cabía duda, sólo que Isa estaba muerta; él había ayudado a deslizar sus maquillados restos en una cripta de Los Santos hacía menos de una semana. Frenó y redujo la velocidad para dar media vuelta y volver hacia ella. ¿Podría ser que no estuviera muerta después de todo? ¿Una hermana gemela perdida hace tiempo? ¿Una doble espectral? ¿O era él el que se había vuelto loco, el que había elegido el rostro que aplicar al cuerpo que nunca volvería a sentir bajo el peso del suyo propio, uno cuya geometría y masa se extendían meramente en el guiso de un recuerdo para torturarse con la alternación entre vergüenza y schadenfreude?

Al fin y al cabo, aunque Isadora no estuviera muerta –que sí lo estaba– ¿cómo podía estar aquí sola en la oscuridad de la noche andando descalza por la carretera?  Las zorras del círculo de su esposa culparon a su cornudo marido, por supuesto, sin saber que Isabel se estaba cogiendo a escondidas a nuestro conductor y antihéroe. Así que el discurso hipócrita fue: su marido estaba teniendo una aventura extramatrimonial y con una ramera común, de hecho, no es de extrañar que la pobre Isa tuviera que correr a su tocador para escapar de la vergüenza con una gran dosis de escopolamina.

—No antes de salir con una pensión alimenticia digna de Hera— musitó nuestro conductor al interior del Packard. —¿O estás aquí de alguna manera, después de todo, Isa Beibi—?

Hans Alexis Petrov levantó el pie del acelerador y redujo la marcha, sin atreverse a mirar atrás. Cómo podía ser Isadora, imposible, una coincidencia, una falsa impostora. Siguió al ralentí hacia el desvío de su propio camino, cobarde por no volver, débil por fingir ignorancia. Hacía frío y estaba oscuro después de pasar las pocas farolas de Aserrí. El aire estaba quieto y tranquilo, y una niebla fina se asentaba entre los robles. Hans conducía un Packard descapotable del 47 y lo hacía despacito, nunca con prisa, rara vez con la capota bajada. Había una explicación racional; tenía que haberla. La luna era creciente menguante, pero no había sobrepasado la línea de árboles en aquella noche despejada de verano, y al apagar los faros, la Vía Láctea brillaba como la extensión infinita de una bandeja incandescente hacia lo que hubiera más allá de aquello a que todos rezaban los domingos.

Virginia Woolf no le había superado en nada a Isadora Arias. Los pinos caribeños que enmarcaban el cementerio de Santa María de Dota se inclinaban bajo el viento atlántico, vigoroso incluso a estas alturas de la región de Los Santos. Se suicidó con un té de la reina de la noche, y a los 28 años su muerte dejó un cadáver inmaculado, un lienzo abierto de par en par para un enterrador con inclinaciones necrófilas, y cuando la camilla mortuoria se deslizó junto al doctor Petrov por un lado de la pasarela de la cripta, su amante no podía parecer más real, con los labios hinchados de tinte carmín, los pliegues de su vestido de seda moviéndose en el rígido viento de levante. Era una simple trompeta de ángel, Brugmansia suaveolens, y los chamanes utilizaban siempre todas sus partes constituyentes para diversos conjuros. Isadora había recogido las flores rosas de la planta ornamental que adornaba el jardín de su casa. No fue casualidad. Todo el mundo conocía la reina de la noche y sabía que hay que mantener una distancia respetuosa de ella. Tú lo sabías, yo lo sabía, Hans lo sabía, e Isadora también. La reina pertenece a la familia de las solanáceas, prima del tomate y del chile dulce, un género oriundo del Nuevo Mundo, utilizado ocasionalmente en los servicios del Viejo Mundo, según parece.  Es fácil hacer té con las flores, o comerlas de la planta.  También se pueden secar y fumar. Algunos duermen con las flores bajo la almohada para animar el paisaje nocturno. Pero no necesitas las flores. Cada parte de la planta contiene toxinas psicotrópicas, y muchas. Los alcaloides presentes en la planta incluyen atropina, hiosciamina y escopolamina, pero es esta última la más peligrosa.

El deslizamiento de la tabla de la cripta encontró su lugar de reposo en el interior de la bóveda, en un punto antes de que la cabeza de la difunta golpeara contra el extremo de hormigón, y la boca fue sellada por un albañil y su ayudante con bloque de hormigón, mortero, un chapado apresurado de estuco y, finalmente, una placa de latón colocada una vez que la ceremonia poco concurrida se terminara, dejando sólo a nuestro presunto cornudo Amancio, Hans, Emilia y el hermano gemelo de la difunta, para quedarse hasta el final.

La placa decía:

Isadora Arias Cardenal de Zúñiga
1920 – 1948

¿Por qué se suicidaría por la infidelidad de su marido tecnócrata, sin barbilla, de pecho hundido, con calvicie masculina, por un pequeño interludio extracurricular con una trabajadora sexual? ¡No jodás! Después de dieciocho meses de momentos robados con Hans, docenas de instancias adúlteras para cualquiera que las cuente, ¿cómo podía Isadora negarle hipócritamente a su marido, el abogado constitucionalista Amancio Zúñiga Cabrilla, un poco de sexo extracurricular? Sobre todo, en vista de que era un encuentro pagado. ¿No se lo habían montado ellos, Isadora y Hans? Pero ella sí que había ido y lo había jodido todo. Esperemos que no lo volviera a joder. Pero tenía que ser Hans quien lo jodiera, porque, al fin y al cabo, ¿cómo iba a joderlo todo por segunda vez ella, si, para empezar, había muerto jodiéndolo toda la primera vez?

Más atrevido por la rabia que por el valor, Hans hizo finalmente un giro de 180 grados y regresó a la escena, donde había un Ford último modelo abandonado, con el motor al ralentí, la puerta del conductor abierta y las luces de cruce brillando a través de la maleza del borde de la carretera para iluminar los troncos de los robles oscurecidos que delimitaban el bosque. Un gruñido, cascos, un relincho, y por el rabillo del ojo, el destello plateado de la luz de la luna reflejado en la cola de un caballo, el relincho triunfal, y fue más la imaginación que la vista lo que reveló a Hans la imagen de un hombre a pelo, recién alcanzado por la astilla ascendente de luna, desplomado hacia delante y ausente de silla o brida, agarrándose con los brazos al cuello de la magnífica bestia, sus muslos aferrando la caja torácica del animal, y luego el sonido desvanecido de los caballos a todo galope por el bosque en penumbra, sin más senderos que la carretera 209 y su anastomosis fractal más allá de Tabarca, Jorco y Acosta, hacia la vasta red de pequeñas carreteras de la región de Los Santos.

Colegio Superior de Señoritas                                                                                                               12 octubre 1948

—Me lo comería vivo— maulló la Señorita Caridad Fischel unos segundos antes de la campana. Era la hija mayor del magnate farmacéutico con puntos de venta tan lejanos como Los Chiles y Paso Canoas. Se limitó a sugerir un movimiento de cabeza hacia su profesor de francés sin llegar a inclinar de verdad su alta frente en su dirección.

—Deberías tratar de ocultar tus pobres gustos y revelar sólo aquellos pequeños fetiches que te sientan bien, querida— sonrió su amigui. Ana Cristina Durán era bisnieta del doctor Carlos Durán, nuestro principal guerrero de principios de siglo contra la tuberculosis. El Sanatorio Carlos Durán aún funcionaba, anclado en las laderas del volcán Irazú, contra los vendavales de ambos océanos que azotaban la cordillera para atrofiar y doblar nuestros árboles. Las paredes de madera del edificio en forma de L albergaban hasta el día de hoy a la flor y nata de la clase tisiquista de Centroamérica; sólo en las clínicas Davos de Austria podría encontrarse una institución superior para sofocar los caprichos del pulmón tuberculoso, que no era una apuesta segura, y a un coste varias veces superior. A pesar de dar de alta cadáveres en una proporción comparable a la de los internos que ingresaban en sanatorios alrededor del mundo, era una puerta giratoria en los vendavales de Irazú, mucho dinero en juego, la tuberculosis todavía al acecho y periféricamente relacionada con el Producto Nacional Bruto de nuestra nación, sólo cuatro años después de que la cura antibiótica fuera aislada por primera vez en la Universidad de Rutgers por esa empresa alemana, Merck [y Compañía] noventa años después de que el cólera hubiera diezmado la población de este país. Si Durán aún viviera, la tuberculosis estaría erradicada de Cartago, seguro, pero el Dr. Durán ya llevaba 28 años viendo el zacate desde las raíces.

—Además de ser un evidente enclenque al que nunca le ha dado el sol en el pecho— declaró la Señorita Durán —no es más que un vulgar profesor de secundaria.  Nada más—.

—No ves al animal merodeando dentro de sus ropas— dijo Fischel. —Yo sí lo veo—.

—Dame un abogado, un médico, un ingeniero, incluso un contador o un administrador de negocios. Hará falta mucho más que un profesor cachondo para hacerme sonrojar, incluso con su doctorado. Sabes, don Hans no tiene ni siquiera la titulación adecuada para enseñarnos, Caridad, lo sabes, ¿verdad? —

Las voces se acallaron cuando el Dr. Petrov puso en orden su pila de notas y se colocó bajo la campana. —Gracias, señoritas, y hoy empezaremos con la introducción de cuatro párrafos de un tratado del siglo XVIII de gran renombre, escrito por un burgués preso en la Bastilla durante la Revolución Francesa. Señorita Durán—miró a Fischel, sonriendo por su prepotencia—¿quiere  pasar al frente de la clase, por favor?

—¿La Filosofía del Tocador, doctor Petrov? — La Señorita Durán objetó.

—El año es 1795. —

—Dudo que mi padre lo aprobara—.

—Menos mal que no necesitamos su aprobación, ¿verdad, Ana Cristina? —

Sus compañeros contenían la risa para no disuadir a su nerviosa compañera de una actuación enérgica. Ante la despreocupación de Petrov, sonrió para evitarle el ceño fruncido que tal vez se merecía en este caso concreto. —Muy bien— hizo una reverencia de sumisión.

—¿Conocen ustedes, señoritas, el sustantivo afín libertinaje? — les preguntó el Dr. Petrov, deletreándolo en la pizarra. Así es como se pronuncia en francés ‘li-bér-ti-naj’ y en inglés es muy parecido: ‘li-bér-teen-uj’— escribió. —Y claro, en español la palabra es libertinaje, con —j— que es la DÉCIMA letra del alfabeto inglés y francés, pero la UNdécima del español, dado ese molesto dígrafo castellano —Ch— que sigue siendo una letra, señoritas, junto con —Ll— y ñ, al menos a partir de esta conferencia. Yo— se tocó modestamente el pecho con dedos temblorosos —me desharía de las dos primeras, pero ñ merece ser letra propia—.

Señaló hacia la pared de su lado izquierdo. —Si tienen alguna duda sobre el significado exacto en francés—y libertinaje llega a nuestro idioma desde el francés, señoritas, de eso pueden estar seguras—entonces pueden recurrir a La Dictionnaire de l’Academie Francaise, colocada a mano en el mostrador de la pared al costado sur del salón. Golpeó dos veces con los nudillos la superficie del escritorio sobre el que se apoyaba.

La Señorita Natalia Justina Carmona miró brevemente a los lados y hacia arriba antes de ponerse en pie para dirigirse con zapatos de tacón bajo al diccionario y asegurarse de que no se perdía nada de lo que Petrov quería que se llevaran de la lección de hoy. Puede que la Señorita Carmona estuviera sin muchas cosas en su interior. Pero vergüenza no era una de ellas.

—Los tres primeros párrafos bastarán, Señorita Durán. Luego se lo pasaremos a la Srta. Fischel para que nos dé la cucharada de miel del cuarto párrafo.

—A Libertines— anunció Ana Cristina inmaculadamente. Levantó la vista hacia la atención de todos en el suave y firme apretón de su otrora y futuro agarre.

—Voluptuosos de todas las edades, de todos los sexos, sólo a vosotros ofrezco esta obra; nutre os de sus principios: favorecen vuestras pasiones y estas pasiones, de las que os atemorizan los moralistas fríamente insípidos, no son más que los medios que la Naturaleza emplea para llevar al hombre a los fines que le prescribe; no escuchéis más que estos deliciosos Impulsos, pues ninguna voz, salvo la de las pasiones, puede conduciros a la felicidad.

—Mujeres lascivas…—

El profesor interrumpió. —Fíjense en la palabra que de Sade utiliza, el adjetivo obscénes, que se traduce a lascivo, y no vulgaire, que nosotros traduciríamos por vulgar u obsceno. —¿Reconocéis la diferencia, jóvenes doncellas, entre las palabras inglesas —lewd— y —obscene—? No es tan difícil ser lascivo sin ser obsceno— creo que nos decía el marqués. —Pero es difícil ser obsceno sin ser lascivo. ¿Están de acuerdo, clase? Piénsenlo y volveremos a ello mañana.

—Ahora repite otra vez, Ana, con esa lengua voluptuosa que tienes—.

—A les femmes obscénes— repitió Ana Cristina, un poco más alto.  —Que la voluptuosa Saint-Ange sea nuestro modelo; siguiendo su ejemplo, no hagáis caso de todo lo que contradiga las leyes divinas del placer, por las que toda su vida estuvo encadenada.

—Vosotras, jóvenes doncellas, demasiado tiempo constreñidas por los absurdos y peligrosos lazos de una Virtud fantasiosa y por los de una religión repugnante, imitad a la fogosa Eugenia, sed tan rápidas como ella para destruir, para desdeñar todos esos ridículos preceptos que os han inculcado unos padres imbéciles. —

Un lento aplauso surgió de las ágiles manos de la morena y siempre seria Señorita Carmona, de vuelta de su referencia al libertinaje en el Diccionario de la Academia Francesa. La próxima herencia de la pequeña Nati proviene aún de los chanchullos del juego y la prostitución que su madre y sus tíos han extendido desde la joven clase de ricachoncillos mujeriegos de la meseta central y sus impotentes abuelos hacia los mercados de las plantaciones de Limón, más rudos y de menor escala, pero hambrientos para la carne sudada. Los Carmona tenían sus manitos metidas por todas partes en Crucitas, Abangares y la Osa, delegaciones de endurecidas jovenzuelas dirigidas por cortesanas de mediana edad en la separación de los ansiosos mineros de los placeres, vetas y mineral diseminado del oro en sus bolsillos y lo que se acumulaba como pago entre los comerciantes que les vendían su combustible, licor, alimentos, acero y suministros en general bajo el peaje diario de fiebres, gusanos, parásitos, derrumbes de túneles, víboras, cocodrilos, dengue y malaria, largos brazos de la ley, enemistades de todo tipo, una amplia gama de enfermedades sociales y arpías bajo el mando Carmona en constante vigilia y provecho. Pronto habría cuadrillas para trabajar en los ferrocarriles y luego para atender las necesidades de los estibadores sindicalizados de Limón y Caldera, además de la clase obrera cualificada que pondría la primera piedra de la refinería de petróleo prevista en Moín. Las perversiones entre la élite de San José ya eran cada vez más sofisticadas, y se podía ganar mucho dinero con la esclavitud, la humillación, los deportes acuáticos, el abandono homoerótico y otras idiosincrasias sexuales no del todo infrecuentes entre los dirigentes políticos y la intelectualidad de la república.

Colegio Superior de Señoritas                                                                                                5 de febrero de 1948

El aula colegial estaba en el tercer piso y el día era fresco, con las ventanas abiertas y los ventiladores de techo girando. Las inclinaciones sartoriales del Dr. Petrov eran el vocabulario generalizado de todo un subgrupo de cotillas escolares. Hoy llevaba un traje planchado de lino claro color crema sobre una camisa extragrande de algodón blanco de bajo gramaje, mangas largas cerradas con gemelos de ópalo griego azul engastados en plata, mocasines italianos con borlas, y pantalones de seda color crema con las costuras tan rígidamente rectas que distraían a las jóvenes de las primeras filas que se sentaban ante él en la bien ventilada sala para formar la cúspide del prometedor sexo débil de la sociedad costarricense, muchas de las cuales rebajaban su posición social imaginando su turno para planchar los pantalones del Profesor. Calcetines aguamarina, corbata celeste y sombrero panamá completaban su atuendo.  La enseñanza tenía fama de ser para él un mero pasatiempo, sin duda proletario; incluso la vulgar muchacha Carmona estaría de acuerdo; aun así, era evidente que disfrutaba con su trabajo y que tenía dinero.

Debía de proceder de sus antepasados alemanes y rusos, por lo que no podía descartarse una base burguesa. Sin embargo, los mecanismos exactos de su riqueza o falta de ella no circulaban en los círculos de chismorreos de San José, dejando a sus pupilas en ataques de ira sobre qué hacer de este hombre más allá de su presencia habitual en sus fantasías masturbatorias, una circunstancia que provocó el aumento de la demanda de pepinos en el mercado del centro. El personal de cocina de las respectivas mansiones no tuvo más remedio que aumentar la compra de verduras y, en un par de casos, tuvo que duplicar las cantidades adquiridas habitualmente (de pepinos y calabacines), ya que muchos desaparecieron de las despensas durante esta época, que coincidió con un fuerte fenómeno de Oscilación Meridional del Niño, con todos los cambios climáticos que conlleva. Estas calurosas y secas semanas de verano simplemente no eran lo mismo sin las ensaladas y los gazpachos para los que el pepino común era el ingrediente indispensable.

El dominio de idiomas, la presunción de cultura y la ausencia total de vergüenza de Petrov le hicieron destacar en el Colegio Superior para Señoritas de Costa Rica–el único colegio para señoritas del país. A pesar de su afición por la moda, era conocido por ser impermeable al calor o por haber nacido sin glándulas sudoríparas o algo así de extraño; incluso bajo las grandes lámparas incandescentes que iluminaban las aulas, su frente bien podría haber estado empolvada con talco. La electricidad de las lámparas procedía de la energía hidroeléctrica desarrollada y promovida por aquel vasco, don José Figueres Ferrer, natural de San Ramón, reciente máster hidroeléctrico por la afamada universidad de Boston con las iniciales eme, i y te, recién vuelto para agitar la olla política. Don Pepe, le llamaban ahora, por todas partes, para aumentar su credibilidad en la calle: muy posiblemente sería el próximo presidente de nuestra nación.

Cuanto mayor sea la distancia percibida entre don Pepe y sus correligionarios políticos Benito Mussolini y Francisco Franco Bahamonde, mejor, dada la torpe manera de morir del primero y la retirada del segundo dentro de una España amurallada para disfrutar de la fortuna de que sus enemigos revolucionarios republicanos malinterpretaran las hojas de té por tres años. Y lo innombrable, por supuesto, simplemente no podía mencionarse, incluso si algunos elementos de la línea dura Monchista habían encontrado un terreno común en varios aspectos con ese particular líder europeo fallecido del que no hablamos (cuyas iniciales eran AH). Figueres era un astuto intelectual con bolsillos llenos, y se adaptó rápidamente a los movimientos sociales del presidente actual, Rafael Ángel Calderón Guardia, para cooptar la anarquía nacida de la Segunda Guerra Mundial. Don Pepe cayó bajo el barrido del Dr. Petrov cuando las centrales eléctricas de corriente alterna, creadas en el molde Ames de Nikolai Tesla en Telluride, Colorado, seis décadas antes, se extendieron como el arroz primero por los barrios acomodados del país y el centro de San José, y después por sus bastiones industriales y agrícolas para fabricar más licor, más café, más azúcar, más lácteos, cultivar más plátanos, alimentar más tranvías y, con el transporte aéreo a pocos meses de convertirse en un recurso comercial fiable, lanzar la naciente industria agrícola de claveles rosas y orquídeas.

—Apuesto a que sé cómo hacerle sudar la gota gorda— afirmaba Alejandrina Acevedo Rodríguez, hija del presidente del nuevo colectivo lácteo Dos Pinos. Tres semanas más tarde, sin embargo, al ser retada en su despacho mientras realizaba un examen de recuperación que se había saltado a propósito, Drina descubrió al sacar un notable en el examen que incluso el más fiable de sus pequeños trucos era insuficiente para arrancar siquiera una gota de lo salado del órgano más grande del cuerpo de su profesor, aunque sí detectó placenteramente un temblor en los dedos plantados en su nuca para penetrar más profundamente su boca con otro órgano más pequeño.

No podía decirse lo mismo de Durán mientras leía esos tres párrafos. Su rostro enrojecido se llenó de pequeñas gotas de humedad que su profesor admiró con una amable sonrisa antes de despedirla para que Fischel leyera el cuarto párrafo. Durán hablaba con fluidez y Fischel se esforzaba, o, mejor dicho, destrozaba la belle langue, con su lengua como una cuchilla sin filo. Pero la humedad que se extendía más allá de las líneas del cabello de las jóvenes presentes flotaba en el aire y lubricaba el contacto entre superficies animadas e inanimadas, como el crujido de las telas que indicaba que las piernas se descruzaban para cruzarse en la dirección opuesta y el alisamiento de las arrugas del regazo de raso azul, las blusas de seda floreada y el susurro de las medias, casi todas de nailon en la actualidad, aunque un par de chicas aún lucían los viejos estilos de algodón y seda, con lana demasiado cálida para su clima tropical—.

El Fondo Profundo del Asunto                                                                                                                 1774-presente

El Dr. Hans Alexis Petrov nació en San Petersburgo en 1903 y tenía dos lenguas maternas. Su padre era ruso y su madre alemana, y ninguno de los dos le hablaba el idioma del otro en su infancia, así que aprendió a hablar los dos de forma nativa. Pero a partir de 1905, las criadas costarricenses le hablaron en español, de modo que a los cuatro años ya dominaba la tercera lengua. A los trece años, tras dominar el inglés en la escuela primaria, le enviaron al instituto de Berlín. En Alemania le animaron a leer griego antiguo y latín, y una vez que los numerosos suicidas del crack de 1929 quedaron decentemente enterrados en las distintas capitales del mundo, no tardó Hans en aprender catalán, español, francés e italiano durante sus estudios universitarios en Andorra, concluidos en 1931, donde la generosidad histórica de su familia le había permitido estudiar gratis, a pesar de la Gran Depresión en curso. Un noviazgo infructuoso con la hija de un burócrata mexicano le llevó a México D.F. para realizar rápidamente su doctorado y, gracias a las amistades y los viajes realizados entre el final de la Gran Guerra y los años que se acercaban a la nueva, podía presumir de dominar el portugués, el griego moderno y el árabe, aunque ya no tenía a nadie a su alrededor con quien practicar estos idiomas. Regresó a Costa Rica en 1934 y no tardó en labrarse una cierta reputación en la capital como uno de los pocos políglotas con ciudadanía costarricense. Con su doctorado en literatura comparada, en 1935 consiguió un puesto bien remunerado como profesor titular en el Colegio Superior de Señoritas—un trabajo mejor pagado que en cualquiera de las dos universidades del país—donde ni el alemán ni el ruso estaban especialmente de moda, y el Consejo Escolar no consideraba que el griego antiguo ni el latín fueran asignaturas apropiadas para la mitad femenina de la prometedora flor y nata del país. Así pues, el Dr. Petrov se quedó con el inglés y el francés como lenguas extranjeras que impartía en tanto para principiantes como para avanzados, aunque sin titulación docente ni formación pedagógica. También daba Humanidades e Historia Universal, seis preparaciones diarias, en la jerga de los profesores, y un periodo de salón de estudio.

Los antepasados alemanes de Hans Alexis Petrov emigraron a Rusia en 1774 desde Múnich e hicieron crecer sus inversiones hasta convertirlas en importantes propiedades feudales a principios del siglo XIX. Se rusificaron por completo durante la campaña de Napoleón, y aunque la mayoría de sus antepasados hablaban ruso como primera lengua, había algunos que lo hablaban con acento alemán. Hans era un alemán de pura cepa, algo que no se puede criar en algunos alemanes, quizá ni siquiera en la MAYORÍA. Hans se consideraba—y sabía que había otros como él entre los ciudadanos ruso-alemanes—más alemán que ruso. No mucho, pero sí lo suficiente como para que contara.

La agresividad pasiva del zar Nicolás II, primero, y de los bolcheviques, después, puso los pelos de punta a quienes estaban predispuestos a la autoconservación, y el abuelo materno de Hans, manchado con un poco de judío asquenazí por la pequeña infidelidad de la bisabuela de Hans, se apresuró a prepararse para la diáspora Ivanov-Petrov-Schlesinger fuera de Rusia y lejos de las hoces que se reunían en las estepas. Siempre fue un misterio por qué el anciano eligió Costa Rica, pero en los últimos cinco años del siglo XIX consiguió desvincular sus finanzas de la Madre Rusia y dejó la mayor parte de su fortuna invertida con los Rothschild. A finales de diciembre de 1904, fletó un velero de casco de hierro, uno de los que entonces transportaban mercancías interoceánicas entre Europa, América y Extremo Oriente, para transportar a todos los familiares y parientes que se reunirían con él y todas sus posesiones, así como equipos agrícolas e incluso industriales, desde el entonces permisivo puerto de Gdansk. El 22 de febrero de 1905, al estallar la primera revolución rusa con la matanza de manifestantes desarmados en San Petersburgo a manos del zar, la nave se embarcó en el muelle de Limón, Costa Rica, para atracar junto a un carguero bananero.

***

—Cariño— anunció Hans, desde el interior de las puertas de ébano enmarcadas en caoba, colgando su sombrero en el perchero justo dentro del luminoso vestíbulo con suelo de cerámica. 

—Ya estoy en casa. —

El hogar de la pareja estaba tallado del bosque, las paredes del primer piso levantadas con piedra andesita morterada, el segundo piso de roble fresado de donde se talaron los gigantes para abrir camino. No había fincas agricolas ni ganaderas en los alrededores. Ni caballos, ni cerdos, ni cabras, ni siquiera gallinas para los huevos, hasta el otro lado de Aserrí, bajando hacia Desamparados, rumbo a Chepe. Aquí sólo había un interminable bosque de robles, los gorjeos del resplandeciente quetzal y los gruñidos rumiantes de los tapires de las tierras altas, que se revolvían en los humedales. Hans no había reconocido el coche con la puerta abierta y los faros brillando en el sotobosque, pero era un vehículo americano último modelo, claramente de la parte de la sociedad más próxima al propio puesto del doctor Petrov. ¿Quién no habría frenado en seco para huir con la encantadora Isadora, suponiendo que fuera realmente la encantadora Isadora y suponiendo que su Casanova no supiera que en realidad estaba muerta?

Marido y mujer se fundieron en un leve abrazo en el salón y Emilia Calderón Clays sonrió ante la tumescencia bajo la exploración del sur de su palma y se inclinó hacia delante sobre el respaldo del sofá para levantar el dobladillo de su vestido y girar para liberarse ante él y gemir mientras los golpes de piel sobre piel se hacían rítmicos y laboriosos. La satisfacción fue superficial, con exhalaciones cíclicas, gotas de sudor en la frente de doña Emilia y un temblor en las dos últimas articulaciones de cada uno de los ocho ágiles dedos y los dos pulgares compensatorios del doctor Petrov.

Así pues, Hans Alexis Petrov estaba ahora cerca del presidente don Rafael Ángel Calderón Guardia a través de este conveniente matrimonio con la hija adoptiva del gran hombre, Emilia, lo bastante cerca quizá como para echar por tierra la gran pretensión socialista de su suegro, quizá no. Lo había logrado, después de todo, y aunque no amaba a su esposa según las líneas definitorias, tenía muchas líneas prácticas de amor imantadas a lo largo de sus corrientes axiales. No le dolía en absoluto que ella fuera buena en la cama, poco exigente con su tiempo, adinerada y con un conocimiento amplio de la gastronomía francesa y su confección.  No era tan mala pareja si querías saber la verdad, a pesar de ser una relación de conveniencia para los dos. Le dio una palmada en el trasero y se abrochó los pantalones alrededor de una erección que flaqueaba para dirigirse a la cocina a levantar las tapas de las ollas que estaban en el fuego para absorber su contenido. Era viernes, y sin apenas esforzarte para convencer a alguien, la propia Junta Electoral del Cantón de San José imaginó que se había decantado por El Colegio Superior de Señoritas como idea propia para servir como urna electoral de San José Central, la mayor concentración de liberales calderonistas de cualquier lugar. Los estudiantes del Dr. Petrov estaban demasiado ansiosos en su fervor patriótico por prestar juramento y atender las mesas electorales desde el amanecer hasta el anochecer del domingo, pasado mañana, así que todo estaba listo. Los representantes del Tribunal llegarían el día lunes, 9 de febrero, por la mañana para iniciar el recuento de votos y romper los precintos con la pompa y el protocolo necesarios. En igualdad de condiciones, el presidente Teodoro Picado Michalski, acólito calderonista de los cuatro años anteriores, había conseguido suficiente apoyo político para el comunista Calderón como para convertir en cenizas el día de sol asignado a Don Pepe.

En igualdad de condiciones, es decir…

El bastión liberal de Alajuela nunca podría llevar la antorcha de Calderón sin San José. Y aunque en Cartago, Heredia, Alajuela, Escazú y San José pusieron guardias para vigilar las urnas, nadie se imaginaba la sorpresa que le esperaba a la nación en el Colegio Superior de Señoritas de San José.

—No hay de qué preocuparse— sonrió Hans a su políticamente expeditiva novia. —Tu padre tiene todas las de ganar—.

Fueron Heredia y Cartago los que impulsarían a la presidencia a Otilio Ulate Blanco, némesis de Calderón, en caso de que San José no lograra la diferencia en las urnas para comenzar a revertir el deslizamiento de la nación hacia el comunismo declarado.  Al doctor Calderón Guardia le había picado el gusanillo socialista y ahora contaba con el apoyo de la Iglesia Católica, dispuesta a continuar con la transformación de nuestra sociedad en pleno progreso hacia una paleta colectivista de llorones aprovechados, todos nosotros orinando en el pigmento de la pintura que colorea nuestra sociedad.

Garantías sociales. Seguridad social. Derechos de los trabajadores. Derechos humanos. El asalto a la nobleza terrateniente y a la clase adinerada siempre estará condenado al fracaso. Sin los medios de producción entregados por los dorados industriales portadores del capital, la clase obrera dejará de existir y la sociedad caerá por la cornisa a un pozo sin fondo en una carrera por ver qué clase puede comerse antes a la otra. Hans sacó un Sauvignon Blanc chileno de 1938 de la vitrina de vinos blancos refrigerados de la bodega de la mansión Petrov y lo entregó decantado en hielo para servir en copas y acompañar el Coq au Vin de doña Emilia, humeante ahora desde el horno. Se sentaron uno junto al otro en la esquina de una mesa de cristóbal que se extendía a la izquierda de Emilia hasta donde alcanzaba la vista. En la mesa cabían 9 personas a cada lado y 2 en los extremos. El pollo desprendía vapores de romero untado con mantequilla, y había cuencos de salsa holandesa para mojar las alcachofas al vapor, y todo estaba tierno y suculento. Al final, Emilia mandó a su estirado novio de vuelta a la bodega con una palmada en el trasero por una botella de oporto para acompañar el postre que estaba estrenando. Se le daba bien el flan de caramelo y no le importaba mucho el de coco, pero ésta era su primera vez con la crème Brulé.

Por supuesto, habría guardias armados para defender las urnas contra enemigos electorales de cualquier pelaje, recordó Hans. Habría una defensa contra malhechores o benefactores, cuya identidad dependería más de tu propio bando en la batalla abierta entre liberales y conservadores, hasta que ya no importara, hasta que todos se mezclaran para intercambiar papeles y volver como traidores. Cómo el apologista imperial de Calderón, conservador y apoyado por la Iglesia, pudo pasarse al socialismo abierto era una traición en sí misma. Pero eso difícilmente daba al reaccionario clan de Figueres el derecho a superar a estos ligeros adversarios con posiciones aún más izquierdistas. Pero la nación no existía dentro de un vacío y los rápidos acontecimientos que siguieron a las hostilidades europeas mantuvieron a todo el mundo alerta, es decir, a todo el mundo, excepto, al parecer, a los miembros activos del cuerpo de bomberos y de la guardia armada. Hans contaba con ello, aunque cada vez estaba más claro que podía haberse perdido un poco entre las corrientes políticas que tenían a su país sumido en el conflicto.

Los guardias armados, por mucho talento que tuvieran con el revoltoso elemento humano, difícilmente iban a ser igualmente eficaces para disuadir de las consecuencias de las extraviadas peregrinaciones del universo físico-químico bajo la oportuna dirección de las cadenas de acontecimientos desde lejos. Y los bomberos eran buenos en su oficio una vez que las llamas lamían el cielo raso—y seguramente podían salvar la escuela en su conjunto—y no tan eficaces antes de la chispa inicial o del primer rizo ascendente de humo acelerado.

En Igualdad de Condiciones                                                                                                      9 de febrero de 1948

El Dr. Petrov vio las primeras manchas de humo en el horizonte septentrional y repitió su ejercicio mientras se acercaba al puente del río Jorco, a varios kilómetros de distancia. Aparcaba en su sitio habitual, a dos cuadras del colegio, suponiendo que pudiera, se apresuraba a ofrecer primero su aturdida ayuda al contingente de seguridad que vigilaba la línea acordonada y, una vez rechazado por esos profesionales, se retiraba, confuso y consternado, una cuadra más atrás o más, desorden y caos, para quedarse atrás en estado de shock junto con todos los demás que llegaban para sus propios días, presumiblemente normales, de colegio en o de recuento de votos, cambio de forma o relajación metastásica. Volver a la escena de un crimen era un error de principiante, a menudo la causa cardinal del descubrimiento. Pero para Hans no había elección. No por ello estaba menos nervioso, aunque superó la prueba.

Todo eran grandes armas al ser desairado por el comandante del cuerpo de bomberos, que le ordenó que retrocediera y dejara que sus hombres se encargaran de ello. Se retiró como había planeado hasta donde una multitud se mantenía a distancia y zumbaba con comentarios, y él se puso su máscara de conmoción y consternación, exprimiendo suero salino a través de los conductos lagrimales para que chorreara extrañamente sobre sus mejillas. De hecho, todo iba tal y como lo había planeado. Imagínense su sorpresa cuando, al recibir un golpecito en el hombro trasero, se encontró con Isadora Arias Cárdenas de Zúñiga, vestida de punta en blanco, sonriéndole.

—No pareces muy sorprendido, Hans— le pasó el dedo índice por la barbilla y se inclinó hacia él para tocarle los labios rígidos con los suyos pintados. —Casi como si me estuvieras esperando—.

—¡Estás muerta! — palideció, las gotas de sudor le brotaron del nacimiento del pelo, sus bocas chocaron.

—¿Lo soy? — sonrió.

—¿Y por qué tienes los ojos azules? —

Su ojo izquierdo se volvió amarillo de repente, suspiró con fuerza y soltó una risita incómoda. —Es muy difícil de mantener— explicó. —Puedo cambiar con facilidad, Siugar Beicon, pero mantener los dos ojos del mismo color; realmente requiere mucha concentración—.

—No debes llamarme así; era su apodo cariñoso para mí, no el tuyo. ¿Quién eres tú? ¿QUÉ eres? —

—¿SU apodo cariñoso? —

—Isa, ayudé a deslizarte en la cripta. Te mataste con la reina de la noche. ¿Por qué nos hiciste eso? —

—Oh, eso fue un accidente— dijo. —Es un abortivo fiable. Reina de la noche: ya lo sabes. No estaba disparando para la gran despedida. Se me fue la mano con la medida, me temo. La dosis lo es todo— se encogió de hombros, —como siguen diciendo en las sesiones de terapia post mortem por sobredosis de drogas, a este lado del verso sigma—.

—¿Abortivo? —

—¿Cómo iba a explicar lo del pelo rojo, Dr. Petrov? No podía tener un hijo tuyo; ya lo sabés—.

—¿No tenía derecho yo a saber que estabas embarazada? —

—Habría sido indecoroso, cariño— se negó a responder, —un niño entre nosotros. No te lo tomes tan a pecho. Al fin y al cabo, ¡mira lo que me ha costado a ! —.

—Doctor Petrov— llegó la voz de Caridad Fischel, —¡Ana Cristina! ¡Mire qué tragedia y qué vergüenza, la seguridad de la boleta de la capital confiada a nuestro cuidado! —

Y así de repente Isa ya no era Isa, sino Ana Cristina Durán, y Caridad Fischel encaramada a dieciséis manos de altura sobre la silla de doma de una yegua plateada, una briosa niña de dos años. El Dr. Petrov la observó durante un par de instantes, pero la aparición se aferraba hasta entonces al color y la fijeza de los dos ojos castaños de Ana Cristina.

—Gatilla— Hans se inclinó hacia Durán para sisear.

La yegua de Fischel, Reina, se inclinó sobre la distancia que los separaba y olisqueó el costado de la cara de Petrov, luego le mordió la oreja y le hizo sangre, provocando en la Señorita Caridad Fischel un frenesí de azotes y chillidos, que provocaron bufidos de risa de yegua y más cabriolas por la acera, miradas a Petrov primero por su ojo amarillo y luego por el azul. Los depredadores, como, por ejemplo, los seres humanos, tenemos los ojos delante de la cara y dependemos de la visión estereoscópica para la percepción de la profundidad que nos permite matar tan fácilmente a nuestras presas. Los ungulados de dedos raros son bestias cortadas por otro patrón. Al ser un caballo, a Reina le resultaba imposible mirar a Hans con los dos ojos a la vez, aunque le hubiera encantado hacerlo…en igualdad de condiciones.

—¿Sabe? — Ana Cristina miró severamente a los ojos de su profesor mientras Fischel se las arreglaba para hacer retroceder a Reina en una especie de doma impaciente y complaciente de un lado a otro entre la acera y el asfalto de la calle, —no estoy segura de si a Reina realmente le gusta usted o realmente le disgusta, doctor Petrov, pero estoy bastante segura de que es una o la otra.

—¿Y por qué no pueden ser las dos cosas, bruja virginal, a la misma vez? —.

—No se puede tener las dos cosas, profesor— sonrió ella, tocándole la barbilla con la punta del dedo índice.

—Oh, pero creo que puedo, Señorita Durán. Al fin y al cabo, cada desafío no es más que una oportunidad disfrazada—.

Finca Montes, San Ramón                                                                                                             19 de abril de 1948

La noticia de la reconquista de San Isidro por fuerzas de Figueres fue confirmada por dos fuentes distintos.

—Aplástelo— habría sido el consejo de Petrov si hubiera estado entre los consejeros de guerra de sus héroes.

—Calderón está a tu merced— le espetó Rufino Largaespada. —Las condiciones las ponés vos, Pepito—.

—Y si fuera decisión tuya, Rufo, ¿vos…? —

—Lo aplastamos— lo dijeron simultáneamente Figueres y su asesor, el primero como interrogativo, el segundo como exclamación.

Se rieron.

—Para prevalecer, debemos hacerlo mejor— dijo Figueres. —Debemos concederle a él y a sus asesores, y a la administración saliente, el respeto que se merecen, el respeto que el pueblo querrá que se les conceda—.

—DEBEMOS deshacer las garantías sociales, don Pepe—. Largaespada se inmiscuyó para dirigir el diálogo. —Acaban con la industria, la agricultura, el comercio y los intercambios, tal y como los conocemos—.

—Esto no es un juego de suma cero, don Rufino— exclamó Alberto Martén Chavarrí, que pronto sería ministro de Hacienda en la administración Figueres.

—Y a la gente le gustan las garantías— tuvo que admitir Largaespada, echándose en brazos de aquel gorila de seiscientos kilos que se paseaba entre ellos.

—De hecho— dijo el economista, —buscan aún más garantías que las que obtuvieron de Calderón. Yo digo que lancemos un nuevo modelo político socioeconómico por completo, uno en el que tanto los capitalistas como los trabajadores tengan y se coman sus pasteles y en el que la nobleza terrateniente y la clase trabajadora presuman cada una de sus ganancias. —

—Pero— objetó Rufino, —eso es movimiento perpetuo. Lo niegan las leyes de la física de primer principio—.

Figueres apuñaló por encima de la mesa y tomó la medida de sus ojos a los hombres dispuestos ante él.

—NO— declaró, mirando lentamente alrededor de la sala para serenarse. —No si la financiación procede de nuestros aliados extranjeros— declamó, —deseosos de hundir una estaca en el mayor experimento político latinoamericano jamás lanzado—.

Figueres observó cómo giraban las ruedas detrás de la frente de Largaespada, cómo los vasos caían uno a uno en lugares favorables, cómo el modelo general adoptaba una forma opuesta a cualquier cosa racional y, por esa misma razón, una que rebosaba la posibilidad de longevidad, tal vez de permanencia.

—Vamos a superar a Calderón— dijo finalmente Don Rufino.

Figueres sonrió ampliamente y giró las palmas de las manos hacia arriba, hacia el círculo de hombres que le rodeaba.

—En primer lugar, aboliremos el ejército y desmantelaremos todas las fuerzas—empezando por la mía—excepto una guardia civil de la paz social, que tú dirigirás, Rufino, hasta que se calmen los ánimos.  A continuación, promulgaremos el sufragio femenino en todo el país, y bien, el hemisferio. Seguiremos una política nacional de neutralidad y nos distanciaremos de la interferencia directa con nuestros hermanos autocráticos de Nicaragua y Panamá y otros puntos del norte y del sur. Mejoraremos la república federal constitucional experimental de Estados Unidos con una verdadera democracia constitucional, una persona, un voto. NO vamos a deshacer los límites a los mandatos—.

—¿Y las garantías sociales, don Pepe? — preguntó Alberto.

—No podemos llevárnoslos— declaró Figueres. —Ese barco ha zarpado—.

—Otra vez la guerra civil— sospechaba Largaespada.

—Las expectativas frustradas de una clase media en ascenso— advirtió Martén.

—Confirmaremos las garantías sociales y ratificaremos una Constitución al efecto— proclamó Figueres. En el momento en que eso ocurra, restituyo el orden constitucional al presidente electo, Dr. Otilio Ulate. El incendio de las urnas en el liceo de niñas fue un acto de Dios—nuestras manos están limpias—aunque ciertamente no perjudicó nuestra causa. No podemos deshacer la voluntad de la nación que acudió de buena fe a las urnas para expresar su opinión el día de las elecciones. —

—Y— don Pepe levantó el dedo en el aire para que nadie se perdiera este punto, el más importante de todos. —Empezaremos a trabajar de inmediato y alcanzaremos estos objetivos en los dieciocho meses siguientes a nuestra toma de posesión—.

—¿Cuándo programamos su toma de mandato, don Pepe? —.

—Pongamos en mi lugar a León Herrera como presidente de transición de su propio partido, pero— sonrió don Pepe, —alguien con quien pueda trabajar.

—¿Cuánto tiempo, entonces? —

—Démosle tres meses— decidió Figueres. —Y luego dieciocho meses de reforma antes de devolver la presidencia a don Otilio—. Nadie en la sala sospechó ni por un segundo que renunciaría al poder como afirmó que haría, sin embargo, 21 meses después haría exactamente eso y pondría a su nación en un camino internacional que la mantendría única entre todas las naciones del mundo para prácticamente todo el tiempo que tardó hasta el primer Armagedón Nuclear 93 años después, y luego, posiblemente, al menos cinco milenios más allá de eso, en una época en la que el Imperio Tico se extendía desde la península de Yucatán hasta el noroeste de Sudamérica, mucho más allá de la línea temporal de esta narrativa documental de apenas 1000 años (de Costa Gothika).

El Metaverso                                                                                                       Fiesta de inauguración Abril, 1948

Cualquiera que fuese el espíritu gatilla que tenía un ojo amarillo y otro azul, estaba claramente jodiendo a nuestro ansioso aspirante a villano y antihéroe reticente, el traicionero apologista fascista y libertino intelectual, el Dr. Hans Alexis Petrov. Era una calurosa noche de abril, la probabilidad de lluvia no mucho más alta que la de Barstow y se decidió por tapa bajada para el pequeño paseo en solitario de esta noche de ida y vuelta a la inauguración presidencial. Por supuesto, la amarga sangre entre los clanes Figueres y Calderón prohibía la posibilidad de que asistieran Don Rafael o Emilia o cualquier miembro de la familia de sangre. Hans fue despachado como una especie de enviado obligado.

Siotu agitó las alas y arañó el parabrisas con las diminutas zarpas de su encarnación de quetzal resplandeciente, y Hans se quedó inmóvil admirando la forma en que las plumas de su cola revoloteaban por el cristal, aparentando estar a la vez bajo su agencia y sujetas a los movimientos del aire. Pensó en volver a la mansión para suplicar por última vez a Emilia que se uniera a él en el requerido desfile. Pero eso era cobarde. Débil. Sabía que ella no podría asistir y, de todos modos, aquel espectro, aquella gatilla que cabalgaba sobre su hombro—estaba seguro de que era mujer—era él quien tenía que enfrentarse a ella, no ella frente a él. Más le valía ser un hombre.

—No me lo vas a poner muy fácil, ¿verdad? —. preguntó Hans a la criatura a través del cristal.

El pájaro empujó contra la barrera invisible para saltar desde el parabrisas en un revoloteo nocturno.

***

En la escalera junto a la que entregó el Packard a un valet, ella apareció sentada en lo alto de la columna de la primera subida de la escalera como una gata; calicó y le miró con ambos ojos cuando él se acercó a su esquina para girar y continuar hacia la izquierda hasta el segundo piso. Ella le lamió su patita frente diestra mientras él pasaba por el rellano de la esquina, y se tomaron nota el uno al otro, apenas naves en la noche, pero mirándose en los ojos. Al final de la escalera, se giró y vio que ella ya no estaba.

***

—Disculpe— chocó con él cuando enfiló la puerta hacia el césped y entró. Era una mujer negra de mediana edad, esta vez, ataviada con traje de noche y rápida con un guiño azul mientras le saludaba cordialmente con acento jamaiquino.

***

Al parecer, los discursos aún tardaron en llegar. Una banda de música tocaba en el escenario, pero no ahogaba las conversaciones en el jardín presidencial. Petrov se dirigió al bar de pie, se inclinó para pedir un fresco con guaro y se volvió para encontrarse frente al viudo de Isadora.

—Licenciado Zúñiga— extendió la mano, sorprendido por la estrechada de su rival.

—Sé lo tuyo con Isadora— respondió Amancio, aceptando la mano para estrechársela con insuficiente reticencia.

—Lo siento, Amancio— se ofreció Hans. —No puedo quitármela de la cabeza. El por qué. No puedo quitármelo de la cabeza—.

—Poco importa ahora— se encogió de hombros Zúñiga, con lágrimas cayendo por sus mejillas.

—¿Por qué haría algo así? —

***

De alguna manera, una sonrisa no era como esperaba ser recibida por su marido al sorprenderle de esta manera. Obviamente, él lo vería como una manipulación, pero ella acababa de cambiar de opinión y seguramente iba a tener que enfrentarse a la música cuando sus hermanos y padres se enteraran de su asistencia al evento de esta noche. Iba a tener problemas no sólo con él, sino aún más con ellos, pero había algo en los problemas que a Emilia le sonaba y tenía sentido. No es que nunca se hubiera metido en problemas. ¿Qué era lo peor que podían hacer? ¿Darle el tratamiento del silencio por un día o dos?

Sostuvo el billete que él le había dado —por si cambiaba de opinión—.

—He cambiado de opinión— sonrió, agitándolo en el aire hacia él cuando se acercó para sentarse, sonriendo ampliamente, casi con locura.

—No creerás que voy a caer en la trampa, ¿verdad?— dijo. —¿Cómo debo llamarte, de todos modos? —

—Hans, cariño— frunció el ceño. —¿Qué te pasa? —

—Has llegado muy rápido—.

—No me gusta llegar tarde, Butter-Ball.—

—Al menos has vuelto a tus propios términos cariñosos— miró de reojo.

—Vale, sí, lo has adivinado— sonrió satisfecha. —No llevo ropa interior—.

—¿Qué es eso? — preguntó sobresaltado.

—¿Qué es qué? —

—Eso— señala el bolso palpitante apretado entre sus muslos. —Se está moviendo. ¿Qué tienes ahí? —

—Oh— saca una bolsita de terciopelo del interior de su bolso. —Oh… te refieres a la ‘Condesa’—.

La Condesa era un erizo que se posaba en la palma de la mano de Emilia y miraba a los ojos del Dr. Petrov a través de un ojo amarillo por un lado y otro azul por el otro y lo suficientemente adelantado en su carita de roedor como para abarcarlo con visión estereoscópica parcial para reconocerlo a 1,5 metros de distancia, más o menos un 8%.

—¿Cómo sabes que se llama Condesa? —

—No se llama así— respondió Emilia. —Es su seudónimo—.

—¿Qué quieres de mí? — preguntó a la criatura.

Largaespada se acercó al micrófono, le dio unos golpecitos y empezó a calentar al público. La Condesa se irguió sobre sus patas traseras y agitó un poco la cabeza para transformarse en rata y caer y rebotar desde la rodilla de Emilia hasta el suelo, donde se escabulló y se perdió entre un revuelo de sombras y movimientos.

—Señoras y señores— vibró el cristal bajo el bajo palpitante del micrófono. —Les presento al presidente designado de la República de Costa Rica, Don José —Pepe— Figueres Ferrer—.

Sus dedos invadieron la raja de la falda de su mujer, cuyos muslos aún no estaban dispuestos a abrirse bajo las cuñas digitales que la acariciaban suavemente, y la desafió por última vez.

—Eres realmente mi mujer, ¿verdad? No eres una aparición. No eres un espectro. Dime que es verdad—.

—Pensé que enterraste a tu mujer hace una semana— contestó Emilia. —La metiste en una cripta en Santa María de Dota, ¿o me he equivocado? En algún momento tendrás que olvidarlo. No puedes dejar que te consuma. Llámalo una pequeña aventura; no te dejes llevar y le des más importancia de la que realmente tiene—.

Se arrodilló ante él para extender su proyección torácica, sus ancas surgiendo de su arrodillamiento.

—Vamos— dijo. —Súbete a mi espalda. Vamos a dar una vuelta. ¿Qué daño puede hacer? —

Tras elevarse en el aire y volar un rato, dirigió una mirada cadavérica a nuestro villano antiheroico, partes de su piel se desprendieron para revelar un hocico alargado y afilado de hueso blanqueado y ojos agrandados que flotaban dentro de las cuencas oculares del cráneo de la criatura.

—Sabes que estamos muy elevados, ¿verdad? — Ella le mete el pensamiento en la cabeza.

—Tú Pegaso, yo Belerofonte— le devuelve el favor. —Nada más que eso—.

—Oh, por favor, Hans. Sólo estamos tú y yo aquí arriba—.

—Y el mundo de abajo—.

—No, mi amor. Aquí arriba, sólo estamos tú y yo—.

—Ni siquiera una luna con la que compartir esta gran aventura— se resiste de nuevo.

—¿Estás a salvo de tales alturas, Belerofonte? No querrás caerte de mi espalda ahora, ¿verdad? —.

—No, probablemente no. —

—Es un largo camino hacia abajo. —

—No está TAN lejos—.

—Oh, está bastante lejos, tendrás que admitirlo, Siugar Beicon.

—Admito que es verdad—.

—¿Y si te asusto tanto que saltas de mi espalda para escapar de mí? —.

—Tú no me harías eso—.

—Quizá no lo haría— se contoneó. —Tal vez lo haría—.

—Quizá no puedas asustarme— dice.

—Aun así, aquí estamos— responde ella con un encogimiento de hombros que se transmite a través de su cruz para hacer palpitar el postrado de su jinete.

—Bueno, aquí arriba no estoy abrumado de opciones— admite.

—SIEMPRE tenemos opciones, Dr. Petrov—.

—Ahora debes morderme profundamente— cede. —Debes marcarme y avergonzarme. Está predicho—.

Ella se encogió de hombros a través de los músculos acordonados de su espalda. Se agarró a su caja torácica y se aferró a sus alas subiendo por una térmica por la ladera del Cerro de la Muerte con destino a en dirección a que su hogar se encontraba en algún lugar, excavado en el bosque. Ella relinchó y se estremeció con el éxtasis del momento.

—Será mejor que te pongas a ello, querida. —

The Segua