![]() |
PD Collar 2006 |
![]() |
El hombre apagó el motor del carro al llegar después de una vida de viaje a este mar, su destino final. No era suficientemente avanzado de edad como para que su vida se terminara, pero pensaba que no había nada más que experimentar, que había agotado las sensaciones finitas del mundo, que las emociones las había sentido todas, que no había un éxito que no había tenido ni un solo fracaso en que no se había ahondado. Lo había hecho todo y no quedaba más que volverlo a revivir en una serie de repeticiones, a seguir observándose infinitamente en medio de dos espejos. Ya las repeticiones se habían comenzado hace añales y eran muy infrecuentes las novedades. De hecho, no había sentido nada nuevo en meses hasta este mismo momento en que consideró, dado su cercanía, la firmeza de la nada que pronto abrazara.
El sol se ocultaba detrás de las montañas que saltaban como guardaespaldas planetarias del mar purpúreo y tranquilo que el hombre presenciaba. Una brisa le rozó el cachete como el toque de una hada, y sintió como si su cuerpo se temblara mientras los colores del mortalmente herido día se marchaban hacía tintes aún más crepúsculos. Ambulaban por la cera parejas mano en mano, una madre con su hijito comiéndose un helado, un hombre que fumaba su cigarro, rostro pegado al mar. Eran momentáneamente fantasmas en un mundo que consistía exclusivamente de las sensaciones del hombre que cerró con firmeza la puerta del carro que no volvería a andar para dirigirse descalzo hacia la arena. A pesar del movimiento del aire, la superficie del golfo era un plano euclidiano, un espejo que reflejaba fielmente las formas violentas de las nubes que en su baile marcial en el cielo amenazaban una tormenta.
Habían aquellos en distantes sectores del planeta que tal vez lo extrañarían, pero ya había cumplido con sus obligaciones a los que en algún momento lo habían necesitado. Se quitó su ropa y entró al mar, deleitado en las tibias acaricias de las aguas madres a las cuales se dirigía para devolverle a la tierra lo que le correspondía.
Después de un tiempo de nadar ya no veía la tierra pero tampoco se hundía, y se puso a flotar en su espalda, esperando que las garras del infinito le llevaran a su anhelada y fría cuna mientras escuchaba las voces alucinantes de los mismos fantasmas del océano con cuales pretendía unirse. Pero sus voces rechazaban su invasión y se burlaban de él mediante rayos que empezaron a caer sin truenos en la distante cordillera. Estos iluminaban la creciente tormenta, próxima ya. Entre los relámpagos del cielo y la fosforescencia del mar sentía que su cuerpo fuera bañado en placenta, sostenido en paz y equilibrio, y fue una sensación milagrosamente nueva para él, que ya todo lo conocía.
Cuando el cielo se alumbró de nuevo era por una explosión de luz y bulla feroz, como si fuera el cañón principal de un batallón celestial. El son del espectáculo le hizo a un trueno un susurro al parecer. El fuego que rayó el cielo en su descenso culminó en una explosión en donde el hombre originó su viaje, resaltando en su impacto una impresionante bola de fuego. El hombre había visto estrellas fugaces de vez en cuando en su vida, pero nunca había sido tan cerca de un meteorito caído, y toda la adrenalina en su cuerpo le tenía temblando como si hubiera sido el primer cohete lanzado por un arcángel en la batalla de Armageddon. Y en eso empezó a llover y el hombre dejó sus tonteras y nadó hacia la playa.
Su ropa estaba donde lo había dejado con todo y la plata. Un grupo de gente rodeaba lo que quedaba humeando de su carro, destruido por el astro que había clavado la noche. Aquí haría su vida, y aunque nada había cambiado, sabía y aceptaba que cada instante sería siempre única tal y como siempre lo había sido y que lo único que no existía en este mundo que contenía todo eran repeticiones.